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Óscar Wong

Ciudad de México

Hay un vínculo muy estrecho entre poesía y vida. Las palabras son trazos, signos, meros símbolos. Aunque el poeta no es un simple emisor de elevadas notas líricas: también es un hacedor, un narrador de historias donde se encuentran todas las voces de la humanidad.

Por eso, la recurrencia en los temas jamás sorprende: el amor, la muerte, la ira, el desamor, et al. Eros y Thánatos íntimamente vinculados, integrando un núcleo, un eje central, único.

George Bataille, en su obra “El erotismo” (1957), revela que el amor y la muerte establecen una relación muy estrecha. Eros y Thánatos, repito, en permanente comunicación para eslabonar los deseos más oscuros del individuo. Su teoría filosófica del deseo revela -según Meider Tornos Urzaiyki- el lado más sórdido de la condición humana.

El amor, dice Octavio Paz, “es una respuesta que el hombre ha inventado para mirar de frente a la muerte”. Ligado al tiempo, agrega, que deja de ser una medida y se transforma en infierno y paraíso, “el amor es intensidad; no nos regala la eternidad sino la vivacidad, ese minuto en el que se entreabren las puertas del tiempo y del espacio: aquí es allá y ahora es siempre”.

Por eso la queja, mi lamento, se vuelve recurrente:

Digo que no tengo amor,

ni una mujer que aguarde mi regreso.

Me levanto con la aurora

a continuar mi extravío.

Soy un fragmento de mí, un tajo agónico, un

muñón que salta al golpe de machete.

Digo que soy, pero no soy.

Y este grito desata una tormenta.

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