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Monte Albán y los valles centrales de Oaxaca

Héctor Trejo S.

Ciudad de México

Oaxaca, la capital multicultural por excelencia, se ha convertido en la bandera de los pueblos indígenas mexicanos ante el mundo, un espacio lleno de historia, en el que convive un sinfín de razas, credos y condiciones sociales y económicas, que puede ser la delicia de muchos. La ciudad es la cuna del festejo de la Guelaguetza, que celebra los cultos populares a la Virgen del Carmen, es decir los dos lunes más cercanos al 16 de julio, un evento internacional, pero que no es lo que nos trae aquí.

Muchas ocasiones he visitado esta hermosa ciudad, que además está llena de bellas sorpresas, de arquitectura colonial, de gente muy agradable, comida exquisita y una bebida tan fina como intensa: el mezcal.

Conducir a Oaxaca exige un poco de paciencia, pues desde la ciudad de México se recorren 465 kilómetros en poco más de 5 horas y gran parte de este trayecto es en ascenso, aunque vale decirlo, la carretera está en buenas condiciones, al menos así nos pareció. La lluvia se portó benévola con nosotros y aunque había muchas nubes en el camino, no tuvimos la necesidad de conducir bajo el agua.

Llegamos con hambre, con sed, con deseos de estirarnos, pues solamente una escala en una gasolinera a la entrada de Puebla había significado un largo camino sin poner los pies sobre la tierra, sin comer y con apenas un litro de agua como aliciente, claro está, imaginando las delicias culinarias que nos tocaría paladear en la capital del estado.

El primer paso era encerrar el automóvil en un estacionamiento que nos permitiera salir cuando quisiéramos, sin tener que entrar tanto al Centro. Dejamos el auto resguardado y al hotel, a tres calles de la Catedral Metropolitana, conseguimos un alojamiento bonito, más o menos barato y céntrico: el Hotel La Casa de María, en Av. Benito Juárez No. 103.

La atención muy buena, aunque solo estábamos ahí para dejar nuestro equipaje, darnos un baño y salir a comer. En la calle, muchos extranjeros, la gran mayoría sorprendidos e impactados por tantas expresiones culturales, la gente emana energía positiva y lo colorido de muchas casas, la sobriedad de las calles del centro con su eterno color aperlado por el que caminamos encantados, quizá todo junto causa expectación a los visitantes y así nos sentimos: expectantes.

Una caminadita de unas 8 o 10 calles admirando todo cuanto podemos observar nos lleva al Mercado 20 de noviembre, que justo es decirlo, no es muy famoso por economizar en él; sin embargo, venimos con ganas de tasajo, un chocolatito y un pan de yema, que desde que planeamos este viaje hemos deseado probar, así que nos introducimos a esta selva de comercio, a ver dónde huele mejor, porque en todos lados nos dan una pruebita.

A la entrada hay miel, chapulines, mezcal de pechuga y otros tantos elementos característicos de esta región del país, que no reparamos a probar. La comida, muy rápida: un tasajo. Los asadores están por todos lados. Pedimos medio kilito para dejar espacio disponible para la cena.

La caminata generó más hambre aún, el humo gris tenue que provoca la carne sobre el fuego y ese característico sonido que nos indica que está perdiendo su sangre o se está transformando en jugo, abren aún más el apetito. Un refresco y las respectivas tortillitas son mágicas, nos satisfacen y nos relajan, habrá que caminar de nuevo para acelerar la digestión.

Decidimos salir rápido del mercado, pues vemos muchas cosas que comprar, pero el viaje apenas comienza, el sol deja la cola de su vestido de novia, sus rayos dorados parecen caer sobre los edificios coloniales cual seda amarilla que no puede tocar el piso, lo cual nos beneficia para emprender el camino. Las luces vespertinas comienzan a cambiar, las luminarias se encienden y el cielo se tiñe de negro cambiando toda la decoración que nos dio la bienvenida.

Caminamos un rato y ya de vuelta al hotel, encontramos una pastelería Vasconia, donde compramos un café para acompañar los panes de yema que compramos en el mercado. Llegamos a dormir, para aprovechar el segundo día de viaje, pues Monte Albán lo amerita.

Nos levantamos entusiasmados, porque hace años que no pisamos la zona arqueológica de Monte Albán, nombrada por los zapotecas como la Montaña Sagrada. Estamos muy cerca, así que el trayecto es bastante rápido, tomamos un taxi que en 20 minutos nos deja a la entrada de este fantástico lugar.

Desde aquí se divisa perfectamente todo el panorama del Valle de Oaxaca, imponentes, los vestigios arqueológicos nos dejan claro la colosal inventiva zapoteca, que vio florecer este lugar entre los años 300 y 600 d. C.

El verdor sin par de la zona es sedante, aunque la caminata ha sido intensa y extensa, el cansancio no es el causante de que bajemos la guardia ante tal belleza. Varios templos y un observatorio, todos llenos de tumbas -que de acuerdo con el guía, fueron encontradas más de 150- nos llevan de la relajación a la sorpresa.

Bellísimo lugar que vale la pena visitar, aunque nosotros ya tengamos que partir para seguirle contando de otro lugar en la próxima Crónica Turística.

Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y lo invito a que me siga en las redes sociales a través de Twitter en @Cinematgrafo04, en Facebook con “distraccionuniversitaria” y mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia trejohector@gmail.com

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