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Morelia: arquitectura, historia, sabores y mucho cine

Héctor Trejo S.

Ciudad de México

El cine es unas de las actividades que me apasiona, que me llena y me permite viajar. Al ingresar a la sala oscura, me olvido de todo y me concentro en lo que acontece en la pantalla grande. Ese es uno de los pretextos que me invitó a emprender el viaje a la capital michoacana: Morelia y su grandioso Festival Internacional de Cine, que cada año es la delicia de los cinéfilos y también de los paseantes.

Ubicada a 315 kilómetros de la Ciudad de México, quizá 4 horas de camino, Morelia suele ser un destino que lo tiene prácticamente todo: desde cafés concurridos en los portales, hasta bares nocturnos y una amplia variedad de vida matutina, que se ve engalanada por una arquitectura novohispana, con tremendas callejuelas.

Debo decir que el camino fue bastante indulgente con mi necesidad de dormir. Contrario a mi costumbre e incitado por la falta de tiempo para dormir, subí al auto, coloqué mis audífonos en los oídos y me olvidé de este mundo, siempre al lado de Morfeo, hasta que el bullicio de una gasolinera en la Avenida Morelos Norte, ya en la capital michoacana, me hizo abrir los ojos, habíamos llegado a nuestro destino.

En 10 minutos llegamos al hotel, ubicado en la calle Gómez Farías, a una cuadra del Cinépolis Centro y a unas 4 de la Plaza de Armas, uno de los espacios con mayor vida de la ciudad de Morelia.

Luego de un baño y una ligera comida reparadora, nos dirigimos al cine, a ver películas, pues esa era la mitad del motivo que nos llevó a este hermoso lugar. Por un buen rato estuvimos en las salas, salimos de un largometraje a otro y rematamos con un corto animado, que cerró nuestro cinéfilo día, era hora de partir para una ducha y salir a la vida de paseante.

A media calle del hotel, ya en camino a la Plaza de Armas para deleitarnos con un buen cafecito, nos encontramos a muchos compañeros de prensa, que iban en busca de lo mismo, así que formamos un grupo grande que se dirigió a los llamados Portales, donde nos esparcimos por los diferentes negocios.

El ocaso nos exigía un café, así que sin pensarlo pedimos cada uno el suyo. Para mí un capuchino y un croissant -bueno, yo lo llamo cuernito- que por cierto lo pedí con nata, aunque no tenían en el Café Catedral, donde ingresamos porque tenía una mesita desocupada, parecía que el destino fraguaba algo bueno para nosotros.

A dos tragos de café, en pleno estado Zen, vimos a medio mundo voltear su mirada y nuestra reacción inconsciente fue la misma: girar nuestras cabezas para mirar a Damián Alcázar, el protagonista de tantas cintas como “La ley de Herodes”, “El infierno”, “Crónicas”, “La delgada línea amarilla”, entre muchas otras.

A un costado de donde nos encontrábamos, recién se desocupaba una mesa, misma que ocupó sin pensarlo el actor. Antes de que le llevaran sus alimentos, decidimos abordarlo, primero para una breve entrevista y luego para tomarnos unas fotos, el hombre amablemente accedió y ahí comenzó la andanza nocturna.

Terminamos nuestros cafés y dimos una vuelta por la plaza para llegar a la Catedral. Se trata de una construcción barroca de 67 metros de altura, que de noche se muestra espectacular, transformando su color gris tenue en un dorado con tonos rojizos que hacen parecer que estuviera alumbrada por cientos de pequeñas velas y cuyo espectáculo visual se puede presenciar a lo lejos, sin el menor problema.

Afuera encontramos un camioncito de esos tipo tranvía, que hacen recorridos a los turistas, donde les cuentan leyendas e historia de la ciudad, el cual abordamos apresurados.

El paseo duró prácticamente 50 minutos y nos platicaron la gran historia de la ciudad y sus personajes destacados, pero lo más interesante del viaje, es que se va deteniendo en diversos lugares y uno de ellos es el Museo del Dulce, llamado Calle Real, el cual nos cuentan que se fundó en 1840, y que cuenta por cierto con un restaurante y cafetería, que verdaderamente es un atropello a la dieta, pues para donde se gire, llega un aroma exquisito. Mi veneno, el café, no podía faltar.

Entre la charla, nos mostraron algo que llaman “Crema de dulce de leche”, que en términos muy personales me evocó a la cajeta y algo así como “Crema de cajeta”, que mi cabeza relacionó al instante con el café.

¿A qué sabrá el café con esta cremita de cajeta?

De verdad que no me pude resistir y compré una botellita de medio litro, que vertí en mi café y obtuve un sabor tan impresionante, que verdaderamente no hay manera de describir.

Salimos de ahí, por invitación de otro compañero y amigo de prensa, para acudir a la fiesta premier de una película, pero eso, es otra historia.

Recuerde que viajar es un deleite y más cuando se hace en compañía. Lo espero en la próxima Crónica Turística y le dejo mi correo electrónico para cualquier comentario o sugerencia: trejohector@gmail.com y lo invito a seguirme en Spotify en Trejohector.

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