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Óscar Wong

Ciudad de México

Una presencia que potencializa la reciedumbre del canto y lo redimensiona, como una particularidad indefectible en el ámbito de la literatura universal, es, sin lugar a dudas, Rosario Castellanos, quien pese a su desaparición física el 7 de agosto de 1974, en Tel Aviv, se yergue, todavía, como una inteligencia insuperable en el ámbito de las letras mexicanas.

Abordó todos los géneros literarios y no desestimó la cátedra ni el periodismo para dar cauce a su preocupación fundamental: oficiar en el altar del conocimiento.

Como poeta, desde “Apuntes para una declaración de fe” (1948) hasta la compilación de su obra lírica “Poesía no eres tú” (1972), supo enfrentar su vocación con entereza, superando la confesión personal, las particularidades intimistas de sus poemas.

Por supuesto que tuvo conciencia de su mestizaje, de la raigambre cultural de una raza vencida, especialmente en su narrativa -”Balun Canan” (1957) y “Oficio de tinieblas” (1977)-, con la consiguiente madurez y profundidad de sus ensayos, como en “Mujer que sabe latín” (1973), por ejemplo, y artículos periodísticos.

Rosario Castellanos (mayo 25 de 1925-agosto 7 de 1974) es un modelo a seguir.

El desamparo, la pérdida del amor, potencializan a sus textos líricos, dándole una gravedad característica. Pero es en su poema “Lamentación de Dido” cuando su voz se constituye en un flagelo reflexivo que adquiere el rango de oráculo.

A través de sus versículos, esta sacerdotisa de la Palabra oficia su ritual. Persiste la fuerza dramática, la liturgia, a través de heptasílabos y alejandrinos. La angustia y la zozobra vitalizan esta revelación álmica, sagrada.

Jaime Sabines le escribió el siguiente poema:

“Recado a Rosario Castellanos”

Sólo una tonta podía dedicar su vida a la

soledad y al amor.

Sólo una tonta podía morirse al tocar una lámpara,

si lámpara encendida,

desperdiciada lámpara de día eras tú.

Retonta por desvalida, por inerme,

por estar ofreciendo tu canasta de frutas a

los árboles,

tu agua al manantial,

tu calor al desierto,

tus alas a los pájaros.

Retonta, rechayito, remadre de tu hijo y de

ti misma.

Huérfana y sola como en las novelas,

presumiendo de tigre, ratoncito,

no dejándote ver por tu sonrisa,

poniéndote corazas transparentes,

colchas de terciopelo y de palabras

sobre tu desnudez estremecida.

¡Cómo te quiero, Chayo, cómo duele

pensar que traen tu cuerpo! —así se dice—

(¿Dónde dejaron tu alma? ¿No es posible

rasparla de la lámpara, recogerla del piso

con una escoba? ¿Qué, no tiene escobas la Embajada?)

¡Cómo duele, te digo, que te traigan,

te pongan, te coloquen, te manejen,

te lleven de honra en honra funerarias!

(¡No me vayan a hacer a mí esa cosa

de los Hombres Ilustres, con una

chingada!)

¡Cómo duele, Chayito! ¿Y esto es todo?

¡Claro que es todo, es todo!

Lo bueno es que hablan bien en el Excélsior

y estoy seguro de que algunos lloran,

te van a dedicar tus suplementos,

poemas mejores que éste, estudios,

glosas,

¡qué gran publicidad tienes ahora!

La próxima vez que platiquemos

te diré todo el resto.

Ya no estoy enojado.

Hace mucho calor en Sinaloa.

Voy a irme a la alberca a echarme un trago”.

Y David Toscana la recuerda así:

Madrid / 26.07.2019

“Cuando abro los periódicos” escribió Rosario Castellanos en un poema, “es para leer mi nombre escrito en ellos”. Su nombre apareció en todos los del ocho de agosto de 1974, pero ella ya no los vio. La noticia relevante era la inminente renuncia de Richard M. Nixon a la presidencia de los Estados Unidos, mas comoquiera los diarios se dieron espacio para informar sobre el accidente mortal en Tel Aviv. Algunos medios decían que Rosario Castellanos había muerto en la sede de la embajada; otros que en su casa ubicada en Herzila, población contigua a Tel Aviv. Había sido el chofer quien la separó de esa famosa lámpara metálica que le dio la descarga mortal. Aún con vida, fue enviada a un hospital, pero murió en el trayecto a bordo de la ambulancia.

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