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Polvo

Alejandro Culebro

Tengo en mente líneas de un libro que leí hace más de quince años. Incluidas en Ética para Amador, en ellas Fernando Savater enumera los diferentes tipos de imbécil que existen en el mundo y se detiene, especialmente, en aquellos que solo desean “con fuerza y ferocidad, en plan bárbaro, pero que se han engañado a sí mismos sobre lo que es la realidad, se despistan enormemente y terminan confundiendo la buena vida con aquello que va a hacerlos polvo”.

Ignorar la realidad ha provocado que el mundo se detenga. Nos ha llevado a errar nuestro diseño colectivo y a desafiarnos, subestimarnos, denigrarnos. Vivimos y creamos mundos privados que nos animan a desdeñar aquel que existe fuera de nosotros y nos incitan a mirarnos con crueldad. Disfrazados por filtros estéticos y delirios de personalidad, hacemos polvo aquello que nos rodea, satisfechos del deber cumplido al conseguir un dedazo de aprobación y felices de alimentar la reputación de quienes hacen del ego el rincón más insaciable de la condición humana.

Hoy habitamos un espejismo que se llama “redes sociales”. Benditas y malditas, hogar de las personalidades dobles, paraíso de la intriga y de la envidia, herramientas que nos ayudan a “conectarnos” o hacernos pedazos, las redes pueden ser al mismo tiempo bondadosos espacios recreativos y crueles tribunas de opinión, cavernas cuyo anonimato transforma el resentimiento y el linchamiento púbico en un virus que atrae a multitudes e infecta, agrede, juega con la muerte y se encuentra al alcance de todos.

Si queremos darnos cuenta del profundo impacto que las redes sociales han tenido en nuestras vidas, basta que echemos un vistazo a lo que nos parece importante. Dedicamos horas a ver quién tiene más seguidores, a espiar, a competir (sí, competir en frivolidad), sin comprender que el espejo de las pantallas no solo deforma y pulveriza el mundo que existe más allá de ellas, sino que además nos enseña a odiarlo, a aborrecerlo: nos aisla en la competencia y la vanidad.

Y para hablar de espejismos y vanidades, nada como México. Bienvenidos al país de la fantasía, de la anestesia, al tercer país del mundo que pasa más tiempo al día en redes sociales (3 horas y 10 minutos). Bienvenidos al México de la ansiedad y la mediocridad, del estás conmigo o en contra de mí, al México en donde vale más la retórica que la razón jurídica. A un país que ve con desdén el conocimiento, la ciencia y la educación; donde el saber ya no es importante y por ello se desprecia la inteligencia y se acepta todo con docilidad.

Nos hemos engañado y la confusión, como escribe Savater, nos está haciendo polvo, polvo tanto a nivel personal como social, político.

Obsesionados por separar a la sociedad del gobierno y viceversa, negamos que todos seamos iguales y nos convencemos de que los gobernados son siempre mejores que los que gobiernan. La verdad, me temo, es que estamos hechos unos para otros y que de ello surge buena parte la decadencia crónica del mexicano.

La nuestra es una sociedad permeada por el abuso, la pedantería, por las acusaciones fáciles, por la crítica ciega. Nos creemos políticamente sabios y nuestro dogma tiene como principio estar a favor o en contra de un individuo que se disfraza de panacea cada seis años. Sí, un individuo. Porque de ideologías, métodos, procesos, técnicas y ciencia mejor ni hablamos. En México, la democracia no se basa en el conocimiento sino en la fe, porque ¿para qué discernir e investigar cuando podemos repetir e ignorar? ¿para qué ver el conjunto si tanto en las redes sociales como en la política todo se centra en un culto del yo?

Como la Medusa de la mitología griega, nos negamos a ver nuestro propio reflejo porque sabemos que de hacerlo quedaremos petrificados. Por ello decidimos consumirnos en ese otro espejo, el de los cuentos infantiles, ese que siempre nos dice lo que queremos escuchar y en el que es fácil atacar sin consecuencias a aquellos que piensan diferente.

Somos fanáticos de la culpa ajena, de la paja en el ojo del vecino ante la que podemos opinar con ligereza, simpleza, torpeza, pues cada comentario vacío parecería alejar toda responsabilidad de nosotros. De ahí que el gobierno siempre sea la respuesta a todos los males, pues donde hay un solo culpable, todos los demás son inocentes. Así, la historia ha visto desfilar, uno tras otro, a pueblos injustos e liusos, adormecidos cuando matan y envalentonados mientras se enfrentan a gigantes de humo.

Sin embargo, vivir no es estar ciegamente a favor o en contra de personas, ideas, religiones, partidos. La vida, como dice Savater, se trata de no ser imbéciles con otros y con nosotros mismos; de imaginar, en última instancia, un nuevo tipo de civilidad que funcione tanto dentro como fuera de las redes y donde la política no sea una forma del bullying.

De no hacerlo estamos condenados a padecer sin tregua una imbecilidad que acecha y no perdona; que fastidia y que, sobre todo, nos obliga a seguir respirando el polvo del derrumbe de nuestra sociedad: esa que no sabe distinguir entre vida y entretenimiento.

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