• Spotify
  • Mapa Covid19

Jesús Martínez Soriano

Toronto, una retrospectiva

Toronto, Canadá. Es la mañana del domingo 7 de febrero de este 2021, en la que, después de varios días de nublados continuos, aparece el sol, pero solo por unas cuantas horas y sin que sus rayos parezcan irradiar suficiente calor para aminorar el gélido ambiente que se registra en el exterior, -7 grados centígrados, con fuertes corrientes de aire que hacen que la sensación térmica sea todavía más fría, -15 grados. Aunque la luz solar sí parece cambiar los ánimos de mucha gente, pues se observan personas mayores, jóvenes y niños, caminando por calles, avenidas y parques, muchos de ellos en compañía de sus mascotas. Es mi día de descanso y no obstante el intenso frío, decido visitar uno de los tres lugares en los que residí en esta Ciudad, durante una estancia de poco más de un año, hace exactamente tres décadas, allá por 1991. Sería difícil recordar las direcciones precisas de esos sitios, si no fuera por los testimonios que algunos miembros de mi familia y amigos aún conservan: cartas, tarjetas y misivas de aquella época, en la que la correspondencia escrita desempeñaba un papel fundamental en la comunicación inter-personal, sobre todo cuando se trataba de lugares distantes, debido a su bajo costo, aunque con una gran demora para llegar a sus destinatarios.

Un tranvía llamado deseo

El primer sitio al que decido regresar, después de mucho tiempo, se localiza al noroeste de esta metrópoli, muy cerca de la intersección de las calles St. Clair y Caledonia, para lo cual abordo el mismo medio de transporte en el que solía trasladarme en ese entonces: el streetcar o tranvía de la ruta 512, mismo que sigue recorriendo el trayecto que va de la estación del metro St. Clair hasta la base de Gunns Loop, en la calle de Keele. Pero ya no es aquel viejo vehículo rojiblanco de un solo vagón que se mantuvo en circulación por poco más de cuatro décadas, desde 1979 hasta 2019, cuando fue sustituido por el actual, y que se volvió un ícono de esta Ciudad, tanto por su atractivo diseño, como por lo cómodo y espacioso que resultaba transportarse en él, un tranvía llamado deseo, literalmente, utilizando el título de aquella famosa película de 1951, protagonizada por Marlon Brando. Véase “Toronto says goodbye to the last old TTC streetcar (blogto.com).” Ahora el nuevo tranvía tiene un diseño más moderno, conserva el mismo color rojiblanco, cuenta con cuatro vagones y, en general, mantiene las comodidades del anterior.

En el trayecto de la estación del metro St. Clair hasta la parada Laughton, empiezo a recordar lo tranquilizador y placentero que para mí resultaba el recorrido en este medio de transporte, sobre todo en el regreso del trabajo a casa, ya sin el stress de tener que llegar a tiempo. Eran las épocas en las que la mayoría de los pasajeros nos distraíamos leyendo un periódico, revista o libro impreso, o simplemente contemplando el paisaje exterior, que en esta temporada de invierno adquiere una tonalidad blanquiazul, tanto por las enormes cantidades de nieve que se acumulan por doquier, como por la intensidad del azul del cielo. Pero los tiempos cambian y hoy en día prácticamente todos los pasajeros van concentrados en sus dispositivos móviles y únicamente algunos de ellos reparan en lo que ocurre fuera de su entorno. En la proximidad de cada estación, observo a la gente apresurase a abordar esta unidad de transporte y pienso en lo sufrido que era y que aún sigue siendo para los habitantes de esta ciudad esperar por el tranvía, al aire libre, en los crudos inviernos que aquí se registran, con la diferencia de que ahora el internet y las aplicaciones permiten conocer las rutas y horarios exactos del transporte público, evitando realizar largas esperas.

El streetcar se aproxima a la parada en donde debo descender, continua avanzando sobre St. Clair St., atraviesa la calle de Caledonia e inmediatamente después desciende sobre una pendiente para cruzar por debajo del puente por el que circula el tren suburbano GO, una construcción hasta cierto punto simple pero que el paso del tranvía le otorga una panorámica muy peculiar, que se ha convertido ya en uno de los signos distintivos de ese vecindario, como ha quedado asentado en un mural pintado en la avenida Spring Grove, esquina con St. Clair, que retrata la imagen de la cotidianidad de ese zona entre 1911 y 2018. Algunos metros más adelante, el vehículo eléctrico hace parada en la estación Laughton, en donde desciendo.

El vecindario de St. Clair y Caledonia

Al descender del tranvía empiezo a caminar nuevamente por las calles y avenidas de esa zona y a observar a mi alrededor, lo cual me retrotrae a aquellos años, al tiempo que experimento una emoción difícil de describir; identifico algunos de los lugares que antaño yo frecuentaba, junto con los amigos con quienes vivía: un restaurante de comida cantonesa, que ya no existe, una tienda de conveniencia, que también ha desaparecido, misma que era propiedad de un par de residentes italianos, con quienes establecimos una relación muy familiar, al grado que en varias ocasiones, cuando nosotros efectuábamos el pago de alguna mercancía con billetes de alta denominación y ellos no disponían de monedas de cambio, nos brindaban la confianza para cubrir el adeudo en fechas posteriores. Dirijo la mirada hacia el oeste y observo el puente que cruza sobre St. Clair, al mismo tiempo que un tranvía desciende con cierta parsimonia, con dirección contraria, una bella panorámica que en aquel entonces formaba parte de nuestra cotidianidad y que ahora recreo con cierta nostalgia. De la misma forma, alcanzo a divisar el parque Earlscourt, en la esquina de St. Clair y Caledonia, en donde en la época de verano solíamos caminar, correr o jugar al soccer, junto con otros compañeros del trabajo.

Posteriormente me dirijo a la casa en la que viví la mayor parte del tiempo que permanecí en Toronto en aquella aventura de juventud, llego a la dirección exacta: 2 Blackthorn Ave, Unit 17, que corresponde a una vivienda de tres niveles; el tercero, que es el que yo habitaba, tiene con una sola recamara y un baño, y cuenta con una vista espectacular: un enorme camellón, árboles de gran tamaño y casas pequeñas, de no más de tres niveles, en el frente y en los costados. El inmueble en mención se mantiene prácticamente igual a como lo conocí hace 30 años, salvo por algún enrejado que fue instalado en el frente y paredes de madera colocadas entre las áreas que dividen una propiedad de la otra. El observar esa casa me trae a la memoria muchos recuerdos y vivencias y me hace recrear escenarios que hoy en día ya son historia.

¿Dónde estarán los amigos de ayer?

Todo ese ambiente hace que me formule yo el mismo cuestionamiento que se planteó el mítico Pablo Milanés y que dio título a una de sus más populares interpretaciones: ¿Dónde estarán los amigos de ayer? Con los tres amigos con los que yo vivía perdí la comunicación poco tiempo después de que regresé a México, debido a que en aquellos años no existía la tecnología de que ahora disponemos para mantener la red de amigos y conocidos. De aquellos tres roommates aún no puedo recordar sus nombres, sólo sus apodos: el “panthom”, el “compadre” y “la vieja” (de la casa), éste último debido a que él era el único de los cuatro que sabía cocinar, una actividad que en nuestra cultura machista mucho tiempo fue considerada como propia de las mujeres. Los dos primeros muy probablemente continúen viviendo en este país, toda vez que, aunque eran originarios de Bolivia, contaban ya con la residencia canadiense. El tercero de ellos quizá haya regresado a México, debido a que así lo tenía planeado.

El tiempo, la distancia y los entornos tan diferentes y contrastantes hacen que nuestra memoria olvide muchas vivencias y detalles del pasado, pero existen pasajes que fueron especialmente significativos en alguna etapa de nuestra existencia y que, por lo mismo, resultan imborrables. Por ejemplo, cómo olvidar que con ese grupo de amigos disfruté momentos muy gratos y entrañables; los cuatro solíamos llegar y regresar juntos al trabajo en el vehículo del “compadre”, un compacto azul metálico (chevy 1990); todas las mañanas, en el trayecto de la casa al trabajo, era “obligado”, en palabras del mismo “compadre”, detenernos en algún Tim Hortons para comprar un vaso de café y alguna dona, especialmente en invierno, lo que nos ayudaba a mitigar un poco los crudos fríos de la temporada. De igual manera, en los días de quincena acostumbrábamos ir a comer fuera de casa, o en las tardes salir a saborear algún helado, tomar un café o cerveza con algunas amigas o novias de ocasión, por así decirlo. Tantos recuerdos y tan vivencias que hoy en día se miran con nostalgia. A tres décadas de aquella aventura, en la actualidad nuevamente me encuentro residiendo en este país y en esta Ciudad, lo que no imaginé cuando regresé a México, pero ahora con otros compañeros y compañeras, en circunstancias distintas y en una etapa mucho más madura. Pienso que, a estas alturas de la vida, resulta inevitable la añoranza por el pasado, pero también creo que cada experiencia es única e irrepetible y que, por lo mismo, debemos disfrutarla con mucha intensidad, pues como señala Jorge Luis Borges, “la vida está hecha sólo de instantes.”

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *