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Migrar en pandemia, entre la opacidad y falta de protección

SEGUNDA DE DOS PARTES

Animal Político/Diario de Chiapas

Ahí, sin ningún proceso legal de deportación, ni mayores explicaciones, los agentes estadounidenses lo devolvieron a México. Esta es una práctica que en tiempos ‘pre-pandémicos’ era ilegal y solo se aplicaba a mexicanos, pero que la pasada administración de Donald Trump se encargó de legalizar el 21 de marzo de 2020 bajo el ‘Título 42’. Desde que EU inició esta política de expulsiones-exprés bajo la excusa de la COVID-19, más de medio millón de personas fueron retornadas a México, según datos de la Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza de EU (CBP, por sus siglas en inglés). De ellas, el INM tiene registro de que, hasta finales de 2020, unas 23 mil eran centroamericanas. Sin embargo, no todos eran registrados.

Rudi fue uno de los expulsados que sí forma parte de las estadísticas. De Sásabe, el INM lo llevó a Altar, también en Sonora, donde el salvadoreño asegura que ingresó a un centro de detención “completamente lleno”. Para entonces un juez de distrito en materia administrativa ya había ordenado al Instituto la liberación de migrantes detenidos en estaciones para evitar brotes en unos centros que, históricamente, han sido señalados por organizaciones civiles como lugares con sobrepoblación, falta de servicios médicos, y pésimas condiciones de higiene.

Antonio Caradonna, de Médicos Sin Fronteras México, lo corrobora en entrevista: “En varias de las estaciones que visitamos en pandemia no encontramos puntos de lavado de mano, ni filtros sanitarios, ni zonas de aislamiento para posibles casos sospechosos, ni tampoco lugares para detectar posibles síntomas en los migrantes detenidos. Al contrario, detectamos hacinamiento en las estaciones que no permitía conservar la sana distancia, dejando muy vulnerable a la población migrante”. México había decidido aceptar a las personas devueltas desde EU pero, en los primeros meses de pandemia, parecía no tener muy claro cuál era su plan. Cada día llegaban a la frontera norte decenas de centroamericanos expulsados y el gobierno de López Obrador no tenía pensado dejarles quedarse allí. Así que mantuvo la práctica habitual: detenerlos, encerrarlos y tratar de enviarlos a sus países, con la dificultad añadida de que estos no los aceptaban. Esto provocó el caos en las estaciones migratorias.

El pasado 15 de octubre, múltiples organizaciones de la sociedad civil, entre éstas el Instituto para las Mujeres en Migración (IMUMI) publicaron un informe en el que denunciaron que de las 35 estaciones migratorias que hay en México, solo dos llevaban un registro diario de la temperatura de las personas detenidas, y solo una, la de Saltillo, tenía servicio médico las 24 horas. Por su parte, el INM aseguró por medio de una tarjeta que, pese a lo documentado en el informe, sí lleva registros de temperatura diarios -sin precisar en qué estaciones- y sí realiza acciones para la “limpieza de manos, sana distancia, y uso de cubrebocas”.

Precisamente, sobre el uso del cubrebocas, quizá el principal insumo para evitar los contagios de COVID-19, el INM, de nuevo ante una solicitud de transparencia, informó a este medio que entre marzo y octubre de 2020 repartió 73 mil 736 cubrebocas a 48 mil 790 migrantes que pasaron por sus estaciones en ese periodo; es decir, una media de apenas un cubrebocas y medio por persona detenida. Aunque en estaciones migratorias como la de Chihuahua, en la frontera norte, el INM reportó que para ese periodo no había repartido ni un solo cubrebocas. Tampoco en la estación de Tenosique, en Tabasco. Ni en centros provisionales de detención como El Ceibo, también en Tabasco, o en el de Nogales, Sonora, o en el de Tuxpan, Veracruz.

“Nos dejaron tirados en la calle”

De vuelta con Rudi, el salvadoreño también corrobora lo expuesto en las estadísticas. Asegura que en Altar, Sonora, lo ingresaron en “un lugar muy lleno” donde había 85 personas en cuatro galeras, y donde nadie le dio una mascarilla nueva, ni gel antibacterial. “No había distancia posible entre los no enfermos y los que tenían gripe y tos”, añade. 

Al décimo día, lo subieron a un autobús igual de hacinado y durante dos días y dos noches viajó a la frontera sur, hasta Tenosique, Tabasco, donde Rudi cuenta que al llegar nadie de la Secretaría de Salud, ni del INM, los recibió para tomarles la temperatura, repartirles mascarillas limpias, ni mucho menos para hacerles una prueba COVID-19.

Al contrario, el salvadoreño denuncia que fueron abandonados en plena noche, sin que ninguna autoridad les ofreciera la posibilidad de pedir asilo en México, o de regularizar su estancia en el país. Su historia en este punto es, de hecho, muy similar a la de muchos otros migrantes, como Orlin Patricio, un hondureño de 26 años que fue detenido por la Border Patrol, entregado también ‘en caliente’ al INM en Piedras Negras, Coahuila, y de ahí enviado a la frontera sur en Tenosique, donde tuvo que sobrevivir debajo de un puente tras ser abandonado también por el INM.

 “Yo creo que las autoridades de México tenían miedo de que los centros de detención se convirtieran en un foco de infección muy grande -dice Rudi-. Pero, en vez de darnos una atención y de regresarnos a nuestros países, lo que hicieron fue tirarnos a la calle donde los migrantes somos blanco fácil para la mafia”.

Desde mediados de abril México decidió vaciar las estaciones migratorias y en poco tiempo pasó de haber más de 3 mil detenidos a apenas un centenar. Una de las razones que explican esta medida (que ya venía forzada por un juez) es la sucesión de motines registrados en los centros de detención. El más grave tuvo lugar el 30 de marzo en Villahermosa, Tabasco, donde un solicitante de asilo guatemalteco resultó muerto al ahogarse con el humo de los colchones que los migrantes prendieron para denunciar su situación.

Rudi no pasó tiempo en el centro de detención. Fue un trámite para dejarlo en libertad con una condición: no podía regresar al norte. Aquella noche muchos estaban presos del pánico. No sabían dónde se encontraban y temían ser secuestrados. Pero cuenta Rudi que reunieron fuerzas y con un pequeño grupo de migrantes comenzaron a caminar hacia la frontera con Guatemala, donde pasaron el resto de la noche en un hostal.

Ahí mismo, en ese hostal, les cobraron mil pesos a cada uno por contactarlos con un lanchero, que les cobró otros mil pesos por cruzarlos a las cuatro de la madrugada de indocumentados a Guatemala, país que el 17 de marzo selló sus fronteras terrestres, marítimas y aéreas, cuando apenas contaba seis casos confirmados de COVID-19. 

“O sea, es el mundo al revés: pagamos a un coyote para poder entrar de vuelta a nuestros países”, dice Rudi tras exhalar una risa cansada, irónica, para resumir una situación surrealista que, no obstante, se repetiría en múltiples ocasiones a lo largo de este año de pandemia, tal y como publicó Animal Político el 31 de mayo pasado.

“¡No se acerquen a ese carro!”

Una vez en suelo guatemalteco, Rudi dice que, como venían de indocumentados de México, los policías que los detuvieron luego de que el coyote se diera a la fuga los trataron como si fueran “extraterrestres” radioactivos. “Quédense quietos ahí, no se muevan”, les ordenaron, para luego obligarlos a mantener varios metros de distancia y a dormir en un almacén al aire libre de coches oxidados y abandonados.

Allí permanecieron otros seis días con sus respectivas noches, hasta que las autoridades locales organizaron una especie de caravana migrante también a la inversa para dejarlos a las puertas de Honduras, país que también cerró fronteras el 17 de marzo, al muy inicio de la pandemia. 

Los subieron a la batea de un camión de carga junto a otros 30 migrantes, de nuevo todos juntos, todos hacinados, “y todos revueltos, enfermos y no enfermos”. Para ese entonces, Rudi cuenta que él y otros tres salvadoreños ya tenían síntomas de fiebre alta, dolor de cabeza, y tos continua. “Los policías guatemaltecos, bien afligidos, gritaban asustados a la gente: ‘¡No se acerquen a este carro, no se acerquen!’”. 

El camión se detuvo en la frontera de Honduras, donde les impidieron el paso hasta que los revisara la Cruz Roja Internacional. Pero Rudi dice que, a cambio de 700 quetzales que reunieron haciendo una colecta, un policía les permitió el acceso, y de ahí los llevaron hasta dejarlos a un kilómetro de la frontera salvadoreña. 

“En El Salvador sí nos tomaron la temperatura y nos cambiaron la mascarilla que traíamos desde México llena de mugre”, cuenta el migrante.

A continuación, pasó 20 días en un albergue en cuarentena obligada por el gobierno de Nayib Bukele, donde por primera vez le hicieron la prueba COVID; aunque a las dos semanas, cuando ya los síntomas habían remitido. Por eso, a ciencia cierta dice que no sabe si tuvo el virus, aunque está convencido de que sí, puesto que su compañero de habitación en el albergue salió positivo a los pocos días de la cuarentena. “Se supone que yo se lo pegué sin querer”, lamenta Rudi, que cuando se le cuestionó si cree que la falta de políticas públicas de los gobiernos fue lo que hizo que se contagiara responde tajante que sí. 

“Sí, porque ni en Estados Unidos, ni en México, ni en Guatemala, ni en Honduras, me hicieron la prueba, ni me aislaron de otras personas enfermas, ni me mantuvieron retirado de otros migrantes cuando sentí los síntomas. Lo único que hicieron fue amontonarnos sin mascarillas, ni medicamentos, mientras nos pasaban de un lado a otro”, dice enojado. 

“O sea, cada país fue tirándonos de un lado al otro -agrega-. ‘Yo no quiero este bulto, te lo paso a ti. Yo tampoco lo quiero, pues te lo paso a ti’. Y así nos fueron tirando: enfermos, y dejándonos expuestos al virus y a la mafia en México”.

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