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23 de marzo de 1994 asesinato de Luis Donaldo Colosio

Dr. Gilberto de los Santos Cruz

Así era la vida en un marzo lejano, en que, en una colonia marginada del norte del país, llamada Lomas Taurinas, murió asesinado un hombre que estaba destinado a ser presidente de México.

La noticia empezó a extenderse poco a poco, en la medida en que algunos reporteros que cubrían los actos de campaña del candidato a la presidencia, Luis Donaldo Colosio, lograban hacerse de un teléfono fijo -uno que otro ya tenía un celular- para avisar a las redacciones de la ciudad de México de la noticia más impactante que se hubiera escuchado en años: el candidato, sí, ese que muy probablemente era ya visto como el sucesor de Carlos Salinas de Gortari en la presidencia había recibido un balazo en la cabeza, había sido trasladado a un hospital, en lo que era un intento desesperado por salvarle la vida.

A partir de esas primeras llamadas telefónicas, el país se fue paralizando, y por unas horas, vivió en dos dimensiones: una vertiginosa, confusa, oscura, que se desarrollaba en Tijuana, donde se encontraba aquella colonia olvidada de funcionarios que era conocida como Lomas Taurinas, fluía de las pantallas de las televisiones del resto de México. Porque eran la televisión y la radio los únicos recursos que intentaban correr a la misma velocidad que la realidad. Trabajosamente, las cámaras llegaron a las puertas de aquel hospital a donde habían llevado a Luis Donaldo Colosio. Pocos hechos de sangre, en la historia mexicana, han sido seguidos de manera tan unánime, casi en el momento mismo de haber ocurrido, como el asesinato de Luis Donaldo Colosio. Quienes vivieron aquella tarde de marzo de 1994 saben, hoy día, que los mexicanos estábamos ya “curados de espanto”, que éramos sobrevivientes de crisis económicas, de terremotos, de procesos electorales, de una insólita guerrilla que se apareció el primer día de enero de aquel año, en tierras chiapanecas. quizá no entraba en nuestro abanico de sucesos inolvidables, el asesinato de un candidato a la presidencia. La noticia comenzó a correr por las redacciones de los periódicos, por las estaciones de radio y las televisoras. Con dos horas de diferencia, eran en la capital cerca de las 7 de la noche, y allá en la colonia Lomas Taurinas aún había luz de día, cuando entre la multitud que acompañaba y estorbaba el avance de Colosio, en el cierre de un mitin que después se calificó de desangelado, entre el barullo de la gente y las notas de “La culebra”, una mano apretó el gatillo sobre la cabeza del candidato del PRI, quien cayó al suelo, sangrante, aún con signos vitales, pero con los ojos abiertos y mirando algo que ya no era este mundo.

Que el atentado contra el candidato Colosio ocurriera en el norte del país mostró que, en esos días, y para enterarnos de todo lo que ocurrió aquella tarde, los mexicanos apenas contábamos con la televisión y la radio en una cobertura que, en contraste con nuestros hábitos del siglo XXI, parecen casi elementales.

Finalmente, y pese a la escasez de información, el oficio y los reflejos de los medios funcionaron. Las programaciones habituales se interrumpieron; a nadie le importó quedarse sin ver el capítulo de su telenovela o serie preferida, y la gente se colgó de los receptores y aguardó a que los fragmentos de la realidad, que transcurría en Tijuana, fluyera, a través de la voz de periodistas y locutores.

La información esencial venía desde Tijuana. Con reporteros apostados en la sede del PRI, y en la que entonces era la residencia oficial, Los Pinos, se empezaba a armar, a puro parche, a puro dato aislado, una narrativa de lo ocurrido. Pero parecía que la cobertura en la Ciudad de México era insuficiente; apenas lograba reflejar chispas de una dimensión dramática de la noticia, con secretarias llorosas en los pasillos de la sede del PRI, del silencio en espera de información fidedigna.

Fueron muy largas aquellas horas, entre la primera llamada que logró entrar a la Ciudad de México, y el anuncio oficial de la muerte del candidato del PRI. En esos momentos, no gustó que Jacobo Zabludovsky presionara a la conductora Talina Fernández —que por esos días residía en Tijuana y que, gracias a que su tipo sanguíneo era el mismo de Colosio, entró como donante a las zonas restringidas del hospital— para que entrara al quirófano donde atendían al herido. Varias veces se habló, gracias a los servicios de las agencias noticiosas de un helicóptero que trasladaría al herido a un hospital de Estados Unidos. Nunca hubo tiempo para comentarios optimistas. El presidente de la Unión Americana, Bill Clinton, se declaró consternado al menos tres veces antes de que, extraoficialmente, Talina Fernández avisara a Zabludovsky de la muerte del candidato, que se volvió oficial cuando aún no terminaba su última frase la conductora: desde la capital, desde Los Pinos, se notificaba el fallecimiento de Colosio. Sólo entonces, en las escalinatas del hospital, el chihuahuense Liévano Sáenz declaró ante la multitud que el candidato estaba muerto. Se declaró duelo nacional, y al día siguiente no hubo ni bancos ni actividad bursátil. Lo cierto es que se temía un fuerte desequilibrio. Desde entonces, se ha reiterado, cada año, que Colosio, al llegar a la Presidencia, habría transformado de verdad al país; que era un auténtico demócrata, que hubiera marcado un antes y un después en la historia nacional.

Aunque la fiscalía creada especialmente para aclarar el asesinato de Colosio generó un grueso informe que señala como único artífice del crimen a Mario Aburto, el muchacho apresado instantes después de lo que resultó un magnicidio, fueron cientos de rumores, especulaciones y escepticismos la densa niebla que siempre acompañó las investigaciones del caso Colosio es una nota en la historia del pasado reciente y es también el origen de algunos documentales y películas.

Para los mexicanos de la última década del siglo XX, hablar de magnicidios era cosa muy lejana, por más que el crimen del cardenal Posadas había sido calificado como tal por muchos de los estudiosos de la vida pública. Pero 1994 fue un año de violencia, de tragedia, de extrañas desapariciones, de desastre económico. Un drama perfecto que fue desgranándose lentamente, desde el momento en que una bala cortó la vida de un hombre que iba en ruta hacia la presidencia de la República.

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