El Cristalazo
Rafael Cardona
Como si fuera un acontecimiento espectacular, más allá de la política, el debate de pasado mañana entre las candidatas de las alianzas y el invitado sin importancia tendrá dos ejes: el personal y el político.
En lo primero se trata de observar (con una buena dosis de morbo) cómo se comportan ambas mujeres.
En segundo, las propuestas, las ideas, las ocurrencias, las promesas y toda la verborrea de ofrecer hasta el sol durante la noche no tienen ninguna importancia. En la política las promesas no se cumplen, las ideas casi siempre son delirantes; las ocurrencias se marchitan como flores de un día. Nada de cuanto se diga tiene garantía de cumplimiento. Es pirotecnia oratoria.
La señora Sheinbaum, cuyo carisma la acerca a un mundo gris, tiene poco por perder. Y lleva un guión invariable. La señora Xóchitl Gálvez –por otra parte–, llega a la confrontación (no debate) con su tono desenfadado y picoso, pero con una herida abierta: la artillería sucia (tan sucia como para merecer rechazo de la esposa del señor presidente, Doña Beatriz, quien así protege a su descendencia), le tiró un torpedo dirigido a la Santa Bárbara de su campaña, el cual no la hundió, pero le hizo un daño considerable. No le pudieron tirar la casa; pero le tiraron al hijo.
El video parrandero de misteriosa procedencia y oportuna divulgación, en el cual Juan Pablo aparece –hace un año–, en la circunstancia del alcohol y la gritería insensata, ha tenido como primera repercusión el disgusto materno y la expulsión del joven de la campaña electoral. El primer error fue haberlo metido al equipo en calidad de cualquier cosa. No importa si hacía algo importante o no: nunca debió estar ahí. El video de todas maneras habría aparecido, pero sin la consecuencia del cese culposo.
En el segundo punto, la arena política, la estrategia de Morena comienza a dar resultados.
Primero la saturación de encuestas (con o sin cuchara auxiliadora) en favor de su candidata a quien los fracasos de la Cuarta Transformación no le hacen mella. Los esquiva (o se los desvían), con toda la desfachatez de quien deseca la realidad como si fuera la laguna de Zumpango, así sucede en el caso de la inseguridad nacional o la sangrienta omnipresencia del crimen organizado, amo y señor en la selección de candidatos especialmente en el campo municipal.
Pero en el cercano debate (más bien, enfrentamiento; contraste de personalidades), no tiene sentido el ritornelo de las propuestas en lugar de los ataques. A pesar de la elusiva convocatoria y el enredoso método para seleccionar preguntas y moderadores con la finalidad última de poner al aire un “show” de televisión, con todos los ingredientes ya conocidos (la presión de los partidos para crear un campo estéril sin riesgos mayores) y las pocas consecuencias previsibles, lo más notable será el contraste de personalidades.
Claudia Sheinbaum es seca; rígida e incapaz de transmitir ninguna emoción. Además, su timbre de voz se agrava con los micrófonos. Su sonsonete, su verbo declinante al final de cada frase y el catálogo de elogios a su patrón, la hacen una candidata opaca. Gris, en el menor de los casos. Su exposición no habla de ella; habla del “movimiento-gobierno” al cual pertenece en la irrompible condición siamesa de Morena y el presidente, por eso tiene a su servicio un numeroso equipo de jilgueros y operadores electorales.
Xóchitl, sin ser tampoco la reina de la primavera, tiene al menos la capacidad de sonreír y el ingenio para zaherir y construir su propio discurso a pesar de los “impresentables” cuyo desprestigio arrastra.
Sin embargo, el tema dominante hasta ahora en el discurso opositor (y desde la fracasada irrupción al Palacio Nacional durante “La mañanera” para aclarar su respaldo a los programas; no los voy a quitar, no se dejen engañar), le favorece a Sheinbaum: los programas sociales. Si durante los años broncos de la post revolución se daba el robo de urnas y la compra del voto barato el día de los comicios o poco antes, la izquierda descubrió un mecanismo mejor y visible: comprar al votante antes de las elecciones durante toda su vida: desde la beca escolar, hasta la pensión por vejez. Como la virginidad de María: antes, durante y después del parto.
Los inexistentes programas sociales son mercancía patentada por su movimiento desde los tiempos de la Revolución Democrática y su utilidad electoral ha quedado probada.
–¿Por qué los llamo inexistentes, si millones tenemos una tarjeta del bienestar? Porque no son sociales; son electorales disfrazados de justicia social, como fue durante años el lema orgulloso del PRI.
La entrega de dinero público con cualquier pretexto o categoría (sembrar vida, construir el futuro, vivir como madre soltera, estar discapacitado; estudiar la preparatoria o haber cumplido 65 años, etc.), conforma un paquete indestructible para sus operadores.
Si Xóchitl ha mantenido su discurso con la promesa de continuar con las dádivas (en el lenguaje de la simulación filantrópica se les llama derechos), y mejorarlas hasta el absurdo de los 60 años, en el caso de los ancianos (precoces, por lo visto), por ejemplo, se incurre en el absurdo de una oposición cuyo discurso alaba la obra de su antagonista: reconoce la obra del contrario y promete no acabar con ella. No sería posible, ni constitucional, ni políticamente.
La gran paradoja política consiste en eso: si se apoyan los programas “sociales”, se reconoce la sabiduría de su inventor y hasta se le respalda en lo esencial (eso salió de esta cabecita, ha dicho ufano López Obrador) y quien apoya una parte termina apoyando el todo, al menos ante los ojos del público, cuya conveniencia no necesita discusiones para admitir la intrínseca bondad de quien le dispensa dinero, así sea poco.
En ese sentido la gratitud no requiere montos mayores. Con eso alcanza para el plato de lentejas y la credencial de elector de Esaú.
Por eso los encuestadores han alzado un estudio interesante: los beneficiarios de la munificencia pública votarán por Morena con los ojos cerrados (en varios sentidos). Quienes no tienen ningún programa todavía, oscilan entre una u otra coalición. Pero el eje de toda discusión política está en los programas. Una presencia abrumadora.
Si alguien estuviera en contra de ellos se ganaría el rechazo y el repudio de los electores. Si otro (otra), los apoya, le da la razón a quien vote por el gobierno y su garantía de continuismo. Es un dilema perfecto con el mismo resultado en cualquiera de las opciones.
Sea cual sea la actitud, siempre beneficia a la elegida de Andrés Manuel, quien tiene tanta confianza en su victoria como para repetir la frase de Hugo Chávez o Andrés Manuel: ya no me pertenezco. Soy del pueblo.
Y contra eso, como sucede con la base por bolas, no hay defensa. Por eso entran las carreras “de caballito” y por eso ahora no hay otro tema dominante en el discurso de la oposición, cuya enjundia debería ser insistente en cuanto al baño nacional de sangre, la desatención de la salud pública; la flagrante corrupción de la infraestructura, el descuido ambiental y todo ese conjunto de fracasos tan visibles en la actual administración.
Pero no, todo se va en los programas electoreros.
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La izquierda descubrió un mecanismo mejor y visible: comprar al votante antes de las elecciones durante toda su vida: desde la beca escolar, hasta la pensión por vejez