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Francisco Báez Rodríguez

El proceso de renovación de la dirigencia de Morena ha resultado en una evidencia de cómo viejas prácticas se presentan en organizaciones que presumen de novedosas y de cómo intentos que se presumían democráticos resultan en lo contrario.

Es sabido que, a menudo las disputas internas por la dirigencia de los partidos suelen ser más ríspidas, incluso, que elecciones en las que disputan puestos de representación popular. También hay testimonios, en diversas partes del mundo, que la rispidez es mayor en los partidos que tienen altas probabilidades de quedarse con el poder. En ese sentido, México no es la excepción.

Lo que sí es excepcional es que un proceso de este tipo, en el que hubo denuncias de acarreos masivos, compra de votos, rellenado de urnas, expulsión de representantes de casillas, pleitos a sillazos, quema de papeletas, etcétera, y no en una sola región, sino en una gran cantidad de entidades de la república, se quiera manejar como algo ejemplar. Y que eso se haga desde la Presidencia.

Es cierto que hubo una alta participación ciudadana, y que eso significó un crecimiento en el padrón de Morena. Pero es cierto, también, que esa participación fue producto esencialmente de la movilización clientelar de los pequeños liderazgos locales. Mucha gente asistió de buena fe, pero no sabía para qué. En realidad, lo hacía para consolidar algún grupo de interés dentro de la variopinta coalición morenista, en un partido que aun antes de consolidarse como tal se apresta a una lucha sucesoria que puede ser infernal.

Distintos militantes cándidamente se candidatearon en la creencia de que habría una pugna democrática y acabaron siendo aplastados por aparatos enfrentados entre sí. Otros, fueron abiertamente excluidos, por haber caído de las gracias de quien manda verdaderamente en el partido. Otros más, sufrieron planchazos o hicieron que sus simpatizantes se enfrentaran físicamente contra los que intentaban la plancha.

En fin, una suerte de lucha libre, que poco tiene qué ver con la deliberación democrática a partir de propuestas y mucho, con la definición de las candidaturas rumbo al 2024. Al final, sobre todo una demostración de que, aunque quiera vestirse de partido plural, Morena sigue siendo un movimiento al servicio de una persona, que no casualmente también es el Presidente de la República.

Declara Mario Delgado, dirigente formal de Morena, que, con la elección del fin de semana, entrega buenas cuentas a López Obrador. ¿Qué significa esa declaración en medio de tantas inconformidades e impugnaciones? Significa al menos dos cosas: que AMLO es el líder nato del partido y como tal se comporta, y que los resultados serán conforme a las intenciones del líder nato. Tendrá un congreso partidista a modo.

Eso nos explica, a su vez, otras dos cosas: que López Obrador haya expresado públicamente su conformidad con el proceso en la conferencia mañanera y que en ella se haya portado como líder de partido y de fracción, en campaña electoral permanente, no como el titular del Poder Ejecutivo, el presidente de todos los mexicanos.

Uno de los problemas de una campaña electoral permanente es que puede desgastar lealtades, tanto o más que el ejercicio de gobierno. Y en el proceso vivido el pasado fin de semana, es seguro que varios liderazgos locales y alguno con aspiraciones de ser nacional quedaron dolidos con la aplanadora que les cayó encima.

Habrá que ver si hay “operación cicatriz” o si a eso se le denomina “negociar en lo oscurito” y entonces lo que hay es “operación sal en la herida”, para apurar la (primera) salida de elementos no incondicionales. Es decir, la (primera) purga.

El triunfalismo en boga indica que hay una alta posibilidad de ello.

Lo más interesante es que la mayor parte de los partidos de oposición, que tampoco han sido ejemplares en eso de los procesos internos, en vez de tratar de pescar algún liderazgo local o regional en el río revuelto, y ayudar a la división de Morena, se han conformado con lanzar dardos flamígeros de condena moral al evento, como si estuvieran libres de todo pecado. Seguimos en el espectáculo de un solo personaje.

Termino con una reflexión doble. Para muchos observadores, los sucesos bochornosos de la elección interna de Morena son una prueba de la importancia de tener una institución sólida como el INE a cargo de los procesos electorales, así como de la inconveniencia de la reforma electoral planteada por el Presidente. Para López Obrador, en cambio, mientras en Morena hay irregularidades a flor de tierra, el INE hace “fraude de altos vuelos”, hace “magia”. No importa que, a diferencia de los videos difundidos por los propios simpatizantes defraudados de Morena, en este caso no haya evidencia alguna, lo hace “mágicamente”. Palabra de Presidente.

Y eso significa que, para López Obrador, hay dos tipos de democracia. Una, la falsa, que se realiza en paz, con padrones confirmados, candados en las credenciales de identificación, conteo de votos al alcance de los ciudadanos, reglas claras de comportamiento, seguimiento de denuncias y tribunal electoral. En esa hay “magia”, que es negra cuando ganan neoliberales y conservadores. En la democracia verdadera, en cambio, puede haber de todo: padrones rasurados y vueltos a crecer, rellenado y robo de urnas, golpizas, acarreos, pago por voto, etcétera, siempre y cuando el resultado sea una victoria del representante único del pueblo bueno.

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