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Javier Santiago Castillo

A lo largo de la historia todas las sociedades, desde las tribales hasta las democracias actuales, se han sustentado en un “pacto de dominación”. Una élite se beneficia de los poderes económico y político y la mayoría de la población se somete, obligada por la fuerza o por acuerdo.

En nuestro país estamos viviendo una crisis del “pacto de dominación” construido paulatinamente desde 1988, con la llegada al poder de Carlos Salinas de Gortari y culminado por Enrique Peña Nieto, con las “reformas estructurales”.

Para mejor comprensión de la coyuntura debemos considerar que la crisis es un momento decisivo de una mutación grave, que crea una situación inestable o de ruptura. La palabra viene de las raíces latina “crisis” que es un estado de caos e incertidumbre y, griegas “Kriisis” que significa el punto decisivo y de “dekrinein” separar; en consecuencia, decidir acción de separar.

Al hablar de “crisis institucional” estamos considerando cambios internos y externos que afectan el funcionamiento fluido de las instituciones. La hegemonía del PRI inició su declive en 1988, a partir de ese momento requirió de otra fuerza política, el PAN, para mantener la estabilidad política y la continuidad del proyecto económico, iniciado por Miguel de la Madrid. Fue necesario acordar un nuevo “pacto de dominación”, que se construyó, esencialmente, sobre dos ejes político-jurídicos: el sistema electoral y la creación de los Órganos Constitucionalmente Autónomos (OCA).

El primer paso fue el reconocimiento por el PAN de la legitimidad de la elección presidencial de 1988. El segundo fueron las reformas constitucionales: la religiosa, que otorgó personalidad jurídica a las iglesias y permitiéndole a sus corporaciones participar en la educación de todos los niveles; a la propiedad rural, permitiendo la privatización de las tierras ejidales; el otorgamiento de la autonomía al Banco de México; la supresión del requisito de ser hijo de padres mexicanos por nacimiento para aspirar a ser candidato presidencial.

Por otra parte, se creó el IFE con una autonomía limitada y se restringió el número de diputados que puede tener un partido a 350, pero en la reforma de 1993 ese número se disminuyó a 315, lo que llevó a que ningún partido por sí mismo pudiera modificar la Constitución y en 1996 el número se disminuyó a 300. Con esta reforma quedó sellada la alianza PRI-PAN. Ambos partidos valoraron que ellos serían los beneficiados.

Para el Senado la fórmula del reparto de los escaños tiene tres formas de asignación de las curules: dos electos por mayoría, uno de primera minoría y una lista de treinta y dos por representación proporcional. Esta fórmula viene de la reforma electoral de 1996 y, en la realizada en 2019 sólo se le agregó que la lista plurinominal debe ser integrada con el criterio de igualdad de género.

En el caso del Senado no existe una norma jurídica explícita que limite el número de senadores que pueda obtener un partido. Pero el procedimiento existente no permite que un solo partido o coalición obtenga la mayoría calificada en la cámara alta. El mecanismo de la elección de los senadores no es representativo de la decisión de los votantes, no existe razón democrática para que el partido que tiene mayor votación obtenga dos senadurías.

Nos explicamos. La mayoría calificada en la Cámara Alta es de 86 senadores. Para alcanzar ese número de legisladores, un partido político o coalición debería ganar en las treinta y dos entidades del país para obtener 64 senadores. Para que se le asignaran 22 curules de representación proporcional debería obtener el 68.75% de la votación nacional para senadores. Este escenario es más que remoto.

El otro eje de la construcción del nuevo “pacto de dominación” fue la creación de los OCA, que fueron restando atribuciones al poder ejecutivo en la medida que se les otorgó la autonomía constitucional. Unos fueron creados, con el fin de fortalecer la nueva concepción de Estado de Derecho como la Comisión Nacional de Derechos Humanos (1999), el IFE-INE (1996), el Instituto Federal de Transparencia, de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (2014) y la Fiscalía General de la República (2014).

Otros OCA fueron fundados con la finalidad de mejorar la funcionalidad gubernamental como: el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (2002). El Instituto Nacional de Estadística y Geografía INEGI (2006) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política Social (2014). Por último, aunque no por ello son menos importantes, se encuentran los reguladores de la actividad económica: el Banco de México (1993), el Instituto Federal de Telecomunicaciones (2013,), Comisión Federal de Competencia Económica (2013). Las comisiones Reguladora de Energía y la de Hidrocarburos son órganos del Ejecutivo, pero está obligado constitucionalmente a que existan.

Las elecciones de 2018 cambiaron el escenario. Morena, una nueva fuerza política ganó la presidencia de la República, mantiene la mayoría absoluta en ambas del Congreso de la Unión, y ya gobierna, prácticamente veintitrés entidades, más una de su aliado el PVEM. Más allá de la retórica del discurso político, esta nueva fuerza política tiene coincidencias y, naturalmente, diferencias con el modelo económico neoliberal, pero no comparte el diseño del “pacto de dominación” heredado de la llamada “transición a la democracia”, porque considera es un obstáculo para impulsar su propio proyecto.

Los Órganos Constitucionalmente Autónomos, de manera particular los de materia económica y los responsables de evaluar las políticas públicas son incomodos a la nueva élite en el poder. En el terreno de las acciones gubernamentales el discurso es el de la perfección, entonces la evaluación que detecta deficiencias no es bienvenida. Los que son reguladores obstaculizan el impulso de las grandes obras del sexenio, que están trayendo de regreso la presencia del Estado en actividades económicas estratégicas, sobre todo en energía y comunicaciones. A lo anterior hay que agregar los conflictos con la Suprema Corte de Justicia de la Nación.

El factor externo de la crisis institucional es el cambio de la correlación de las fuerzas políticas y obviamente de visiones encontradas respecto al reparto de posiciones en los órganos autónomos. El PRI, el PAN y el PRD no quieren ceder posiciones y Morena, en particular el presidente, quieren todo y no están dispuestos a negociar.

El otro aspecto de esta crisis es el interno de cada institución, que han hecho aflorar las debilidades y miserias humanas. Baste como ejemplos el Tribunal Electoral y el INE. En el primero, después de una cascada de acusaciones mutuas, que no denuncias, de las que prácticamente no se salva nadie, el presidente se vio obligado a renunciar, sin ninguna consecuencia administrativa o legal de las acusaciones. Parece, según la información de la prensa, la causa esencial es la disputa por el presupuesto considerado como botín. Es un tribunal de vergüenza.

En el caso del INE, la falta de pericia en la búsqueda de acuerdo para los nombramientos de altos funcionarios, ambiciones de control y la hoguera de las vanidades atizan el conflicto. Llegando al extremo del ridículo, según la información de los medios, de que la presidenta no estuvo de acuerdo con ninguna de sus dos propuestas para ocupar la Secretaría Ejecutiva. Tal pareciera que le indicaron que no estuviera de acuerdo con sí misma.

Desde el poder debiera entenderse que el 53% de la votación y gobernar la mayoría de las entidades federativas, no es el 100%. Para abonar la estabilidad política es necesario dialogar y llegar a acuerdos, todos los actores debieran contener los apetitos desmedidos de poder. Por otro lado, el procedimiento de nombramientos de los OCA ha sido por medio de las cuotas partidarias, pero después del nombramiento se pasa a ser servidor de la República, que obliga a conducirse bajo los principios de la ética pública y no convertirse en correa de trasmisión del partido proponente.

Esperemos el año nuevo traiga soluciones.

*Profesor UAM-I,

@jsc_santiago

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