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Juan Eduardo Martínez Leyva

Durante los largos años del partido único y de una institución presidencial poderosa y personalísima, las decisiones políticas y las acciones de gobierno no requerían de engorrosas negociaciones o mediaciones entre los diversos actores sociales. Los conflictos o disputas por el rumbo del país o las diferencias políticas en el bloque gobernante y fuera de éste, cuando existían, eran resueltas generalmente con la intervención del jefe máximo. Él era el que llevaba la batuta: definía el ritmo, la intensidad y la orientación de la vida pública. Los aciertos y los errores, los alcances y consecuencias de una acción gubernamental dependían, en gran medida del carácter personal del presidente en turno, de sus virtudes o debilidades, de su moderación o templanza, de su sentido de la eficacia, de sus creencias o prejuicios, de sus filias o sus fobias. (Cosío Villegas). La creación de instituciones y las leyes acotaban relativamente ese enorme poder, pero no lo contenían del todo. El presidente tenía además atribuciones metaconstitucionales -término acuñado por Jorge Carpizo- que se referían a todas aquellas facultades que el ejecutivo federal ejercía sin que estuvieran escritas en el texto constitucional, como el control absoluto del congreso y los poderes de las entidades federativas, del poder judicial, entre otras. El presidente también ejercía en la práctica la facultad, no escrita, de nombrar a su sucesor. Todo esto era posible porque tenía el liderazgo indiscutible del partido hegemónico.

La situación anterior fue cambiando a partir del ciclo de reformas políticas iniciadas en 1977 y por el empuje de una sociedad que fue poniendo sobre la mesa una agenda de libertades ciudadanas y derechos de minorías. Veinte años después de la primera reforma electoral, en 1997, el partido del presidente perdió por primera vez la mayoría en el congreso federal. A partir de ese momento y hasta 2018, los gobiernos en turno se vieron limitados para impulsar sus reformas, programas y presupuestos anuales; si querían la aprobación legislativa tendrían que hacer un esfuerzo de negociación con las fuerzas políticas de oposición ahí representadas. Durante quince años se vivió en el país una especie de parálisis reformista por la imposibilidad de llegar a acuerdos políticos. Entonces se repetía la idea de que los problemas estaban ya suficientemente diagnosticados y lo que se requería era voluntad política para diseñar y aprobar las políticas públicas para enfrentarlos. En 2012, al inicio de la administración de Enrique Peña Nieto, la inmovilidad se rompió con la firma del Pacto por México. Este gran acuerdo entre los principales partidos políticos con representación en el congreso, se proponía aprobar una lista de once “reformas estructurales”: Seis en el ámbito estrictamente económico, tres en el rubro de los derechos educativos y legales y dos en materia electoral. El objetivo de esas reformas era -se decía- impulsar el crecimiento económico, ampliar los derechos ciudadanos y mejorar el régimen democrático y de libertades. Algunas de estas reformas empezaron a ponerse en práctica hasta el 2015 o 2016 y casi todas requerían de varios años para ser evaluadas en sus términos y contrastadas con sus propósitos. El impacto de la reforma educativa, por ejemplo, requeriría tal vez una generación para ser medido de manera integral. Igualmente, la energética que consideraba nuevas fórmulas para la exploración, explotación y producción de hidrocarburos, solo podían ser aquilatadas en el largo plazo.

Hubo problemas que no fueron atendidos por los gobiernos ni por los pactos políticos y que originaron una gran frustración y desencanto en amplios sectores de la población. La corrupción, la inseguridad, la violencia criminal, la pobreza, la desigualdad, la falta de oportunidades de desarrollo de los jóvenes, la precarización del salario y el empleo, el bajo crecimiento económico, todos ellos generaron una amplia frustración social que en la elección presidencial del 2018 pasó factura a las dos formaciones políticas que habían conducido los destinos del país hasta entonces, PRI y PAN. En la elección del nuevo gobierno la ciudadanía otorgó a una tercera fuerza política -consumando la tercera alternancia en el nivel federal- un amplio poder para resolver los problemas causantes del hartazgo. Los votos conseguidos fueron suficientes para tener mayorías calificadas en las dos cámaras del congreso. El nuevo presidente y su partido (Morena) fueron depositarios de la confianza y la esperanza, de la suficiente legitimidad para solucionar las causas del malestar.

Muy pronto se demostró que el país regresaría a un estilo de gobierno en donde las decisiones se concentrarían en la figura del señor presidente, quien además estaba dispuesto a jugar en muchos ámbitos las cartas metaconstitucionales. Se renunció a elaborar un plan nacional de desarrollo que orientara y diera congruencia a la acción gubernamental. Un estilo en el que priva la consigna moral y el pensamiento mágico-religioso antes que el conocimiento de la realidad y en el que los problemas no son asuntos a resolver sino demonios que exorcizar.

A cuatro años del “gobierno de la esperanza”, cuando el ciclo sexenal entra en su etapa descendente cabría preguntarse: ¿este gobierno logró resolver algo de esos asuntos que causaban la desazón social? ¿se atacaron los problemas estructurales que causan la pobreza y la desigualdad? ¿Lograron los programas asistenciales de reparto de efectivo disminuir la pobreza? ¿se logró combatir la corrupción en el ejercicio del poder? ¿se revirtieron los factores causantes del bajo crecimiento económico? ¿tiene la población mayor y mejor acceso a los servicios sociales de salud y educación? ¿se redujo la inseguridad y la violencia criminal? ¿tienen ahora los jóvenes un mejor horizonte para su desarrollo personal?

Al juzgar por una cantidad de datos disponibles, muchos de ellos generados por las propias agencias gubernamentales, las respuestas a estas preguntas son negativas. Faltan dos años aún para que este gobierno termine y se podría pensar que es muy pronto para hacer una evaluación definitiva, pero no hay evidencia que al final el panorama será mejor. Se habría entonces dilapidado la gran legitimidad y la fuerza de las mayorías para mejorar las condiciones de la población. El gran apoyo popular que tuvo el presidente a lo largo de su mandato no habría tenido gran utilidad práctica.

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