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Juan Eduardo Martínez Leyva

Para que el dialogo y debate público se realicen de manera civilizada y tengan un beneficio social existe un requisito sin el cual la discusión pública se vuelve imposible, cacofónica e irracional. Esto es, que las personas que discuten sepan argumentar; que tengan la capacidad de exponer sus ideas y planteamientos de acuerdo con el uso de la más elemental lógica, apoyada con hechos comprobables. Adicionalmente se necesita el respeto del contrario y eliminar del discurso la violencia verbal. Estas tres reglas deberían estar arraigadas en los personajes públicos que difunden sus formas de entender los problemas comunes; pero sobre todo entre los políticos que aspiran al poder y, especialmente, entre los que gobiernan un país.

No se trata de que en el debate no se den gritos y sombrerazos, propios de las discusiones acaloradas. No, eso es inevitable. Pero más allá de la emoción y el temperamento, del espectáculo, de lo que se trata es darle cauce a las diferencias para encontrar, en la diversidad, los puntos comunes, los acuerdos, que lleven a las acciones consensuadas a un piso mínimo de largo alcance.

En un régimen democrático, las políticas públicas no pueden diseñarse sobre la base de los prejuicios u ocurrencias de una persona, de un jefe que se asume iluminado e infalible, de diagnósticos fundados en frases “comodín”, hechas y aplicadas para explicar o justificar diferentes circunstancias, en consignas propias de las manifestaciones callejeras o, en consejos de los abuelos, por más sabios y bien intencionados que sean. Tampoco en sentencias o dogmas provenientes de fe religiosa alguna. Las políticas públicas deben ser resultado de una deliberación amplia entre personas y grupos que tienen diferentes enfoques sobre ellas.

En la contienda de las ideas un argumento sólo puede ser vencido por uno mejor elaborado y más convincente. Algunos políticos tienen la inclinación de ganar el favor de los electores recurriendo a los discursos que apelan a la emoción o al sentimiento identitario más que a la razón. En sociedades muy polarizadas nadie escucha lo que el otro dice. Cuando se recurre a la descalificación ad hominem del contrincante o, peor aún, a los insultos, se ha renunciado a la inteligencia y a la capacidad de argumentar.

Hay ideas muy arraigadas en la cultura de un pueblo que a todas luces resultan irracionales y pareciera imposible cambiarlas con argumentos. Tal es el caso, por ejemplo, de la idea absurda y perjudicial para la propia sociedad que permite a los ciudadanos estadounidenses portar armas. El daño que genera lo vemos a diario. En México tenemos una relación mítica con el petróleo que impide pensar el asunto de mejor forma. En la “sabiduría” convencional de la economía existe la firme convicción que la inflación, cualquiera que sea su origen, se combate aumentando las tasas de interés. O que el aumento salarial, en cualquier circunstancia, desincentiva la inversión privada e impulsa la propia inflación.

Ha habido momentos destacados en los cuales la colaboración de los contrarios ha producido cambios de gran calado. Pienso en la Declaración Universal de los Derechos Humanos aprobada sin oposición en la Asamblea General de las ONU en 1948, lograda a pesar de las distintas tradiciones culturales y perspectivas respecto al individuo de sus miembros. En México, la estructuración de la legislación electoral y las reformas alcanzadas por el Pacto por México en el gobierno anterior, más allá de las críticas que se hacen a su contenido, son ejemplo de ello.

Cuando un partido político gana el gobierno con mayorías aplastantes en el Congreso, se ve tentado -como sabemos- a abandonar el diálogo razonado con las minorías y a imponer su visión en la solución de problemas que atañen a todos, por más inadecuadas que éstas sean. Es la conducta típica de gobiernos con partido único. Como si el triunfo apabullante fuera una licencia para dejar de argumentar. A las minorías ignoradas les queda el recurso de plantear mejores ideas ante la ciudadanía, pero ciertamente no siempre saben cómo. Steven Pinker en su libro Racionalidad cita al psicólogo Peter DeScicoli quien señala: cuando te enfrentas a un adversario que está sólo -en la jungla digamos- tu mejor arma puede ser un hacha, pero cuando te enfrentas a un adversario que está delante de una multitud de espectadores, tu mejor arma puede ser un argumento.

Pinker se dice sorprendido al descubrir que en muchos casos un argumento razonado precedió a un cambio de paradigma, a un progreso moral y a muchas demandas y movimientos sociales. En el caso de la intolerancia y persecución religiosa se pregunta: “¿De verdad la gente necesitaba un argumento intelectual por qué podía ser un poquito malo eso de quemar hereje en la hoguera?” Sebastián Castellio elaboró ese argumento en 1553 mostrando la ausencia de razonamiento en la ortodoxia calvinista y las consecuencias lógicas de sus prácticas. Hubo razonamientos tempranos como el de Erasmo de Róterdam en 1517, en contra de la guerra y a favor del pacifismo. El de Cesare Becaria en 1764 contra la tortura en los castigos penales. Jeremy Bentham, un pensador del siglo XVIII, elaboró sólidos argumentos contra la criminalización de la homosexualidad, también argumentó en contra de la crueldad hacia los animales. Otros filósofos de la Ilustración en el siglo XVIII elaboraron sólidos argumentos para abolir la esclavitud y destruyeron el principio generalmente aceptado de que la monarquía se justificaba porque había un orden jerárquico natural en la sociedad. A esos pensadores también se les debe mucho del fundamento racional de los derechos civiles. Afirma Pinker que antes que llegase a ser un movimiento organizado, el feminismo comenzó siendo un argumento, elaborado primero por Mary Astell en 1730 y después por Mary Wollstonecraft en 1792.

Termino con la pregunta: ¿Qué es lo que impide llegar a consensos básicos para resolver de manera común y con políticas de largo plazo temas tan relevantes para la sociedad mexicana como el de la criminalidad, el combate a la pobreza y la desigualdad, o para lograr un crecimiento económico sostenido y sustentable?

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