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Una guerra ideológica sin ideología

Loris Caruso

Uno de los aspectos más evidentes, aunque menos destacados, de la crisis internacional en curso es la falta de trasfondo ideológico. Política e ideológicamente, no hay «partidos» sobre el terreno, no hay oposición de valores clara y neta. Las alianzas y las posiciones se producen en un plano de inmediatez, se vinculan concretamente a las lecturas de la situación material que se está determinando, pero no pueden adquirir la dimensión y la profundidad del color político ni de la ideología.

Sobre el terreno están el poder, las armas, los cuerpos muertos, los cuerpos en fuga, las casas y las carreteras destruidas, los espacios físicos ocupados, por ocupar o liberar, los recursos físicos y materiales por los que hay que luchar, que comprar, vender o prohibir (después de que pareciera que lo digital iba a desmaterializar el mundo). Pero nada de esto se sublima en una representación política que dé un sentido, no solo inmediato y material, al conflicto.

Hace más de un siglo, la pluma anticipatoria de Nietzsche escribía que «en la era del nihilismo domina la voluntad de poder». Aquí estamos, en la desnuda voluntad de poder: la de quienes quieren adquirir, mantener o ampliar su estatus de potencia, y la de quienes quieren evitar su declive como única superpotencia económica y militar del mundo. Cuatro décadas de globalización y financiarización neoliberal nos han traído hasta aquí, al puro desencadenamiento al margen de valores de la lógica del poder, en un campo de escombros físicos que se acumulan sobre los escombros culturales producidos en décadas anteriores.

Se evoca una dimensión de valores del conflicto para legitimar éticamente las opciones materiales (como el aumento del gasto militar), pero esta evocación de valores («Somos la libertad y la democracia contra la autocracia») parece cansada, aplicada ya a demasiados contextos diferentes y de formas demasiado asimétricas e incoherentes como para tener la capacidad de asignar un significado a los acontecimientos.

Por eso estamos atrapados no sólo en la guerra sino también en el sinsentido, en un vacío cultural en el que es difícil atribuir una connotación política a las partes en conflicto. Los ucranianos califican de fascistas las políticas rusas; Putin afirma que debe desnazificar Ucrania. Fascistas contra nazis, esta es la representación mutua entre las partes. Zelensky es un líder político de cuño absolutamente posmoderno: ¿es progresista, es conservador? ¿Es amigo de los nazis que acechan en el batallón Azov o está dirigiendo una resistencia antifascista? ¿Es de derechas, es de izquierdas? Putin está aliado con las derechas radicales de medio mundo, pero a la izquierda pacifista se la califica hoy de «putinista». Un mapa ilegible.

El relato occidental -libertad frente a autocracia- recuerda la oposición entre «mundo libre» y comunismo de la Guerra Fría. Pero la Guerra Fría era también una guerra entre bloques políticos que estructuraban ideológicamente la lucha política en todas las latitudes.

Hoy en día no existe esta contraposición. No la hay ideológicamente, tal como he dicho. Pero ni siquiera políticamente. La contraposición democracia y «despotismo oriental» encuentra hoy en día democracias occidentales que no se parecen a las «democracias maduras» de los años 60 y 70, cuando, con todas sus limitaciones, aguzadas inervadas por los partidos de masas y la polarización ideológica, las democracias representativas alcanzaban su máximo histórico. Ahora tenemos democracias tan deshilachadas como las representaciones ideológicas de la Guerra Fría, que también escenifican su propia incapacidad de soportar el debate pluralista.

No hay siquiera una contraposición de carácter económico. La Guerra Fría era capitalismo contra socialismo real. Hoy en día, todas las fuerzas en juego entran en la categoría de «variedades de capitalismo»: el capitalismo ruso no es el norteamericano, que no es el chino, que no es el alemán, pero son todos capitalismos, todos dirigidos de alguna manera por oligarcas y oligarquías.

Junto a los riesgos radicales que estamos viviendo en términos militares, económicos y sociales, nos estamos precipitando en una guerra ideológica sin ideología, en una propaganda que difunde jeroglíficos imposibles de reconducir a un mapa que trascienda la violencia y el poder.

Precisamente aquí es donde puede comenzar el trabajo de quienes se ponen del lado de la paz, la negociación, el desarme y la complicada y larga construcción de un orden internacional multipolar y cooperativo. Aquí, a partir del vínculo concreto y ya efectivo entre los riesgos «físicos» que la guerra precipita sobre todos nosotros, los riesgos económicos y sociales que ésta implica para buena parte de las poblaciones, incluidas las occidentales (¿quién pagará la «lucha por la libertad»?), y la crisis de sentido, la falta de proyectos de sociedad y de construcciones político-culturales que dibujen los contornos de un mundo justo para vivir juntos. Todo ha vuelto a entrar en juego, y también por lo tanto también la necesidad de «grandes relatos» nuevos.

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