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Mario Ojeda Revah*

148 millones de brasileños fueron convocados a acudir ayer a las urnas para elegir presidente, y vicepresidente, la integridad de los diputados, los gobernadores de los 26 estados y del distrito federal que conforman el país y 27 de los 81 asientos del senado. El sufragio en Brasil es obligatorio, aunque la multa por no ejercerlo es mínima y en la elección pasada, celebrada en 2018, la participación fue del 80%. La elección se efectúa de acuerdo con el modelo francés del ballotage, es decir a dos vueltas. Si en la primera alguno de los candidatos obtiene la mitad más uno de los votos, automáticamente se le declara vencedor y se cancela la segunda ronda. Caso contrario, los dos candidatos con mayor número de votos se enfrentarían en una segunda vuelta a celebrarse el 30 de octubre. En el caso de la presidencia, el que mayor atención genera a nivel internacional, salvo catástrofe mayúscula, Luiz Inácio Lula da Silva del Partido de los Trabajadores (PT) es posible asegurar sin temor a equivocarse, que volverá a la presidencia, que desempeño con éxito sobresaliente en dos periodos sucesivos, de 2003 a 2010 y que lo hará en el primer turno por un margen considerable. Lo hará no sólo, o quizás, más bien, no tanto por méritos propios, sino por la rotunda incompetencia e impresentabilidad (valga el neologismo) de su contrincante, el todavía presidente en funciones, Jair Bolsonaro, un atrabiliario ex militar que ha vociferado sin filtro, ni pudor, cuánta postura políticamente incorrecta cabría esperar, desde el racismo más nauseabundo, hasta la misoginia más rancia, sin olvidar la homofobia más zafia y repugnante. Su incompetente y desastrosa gestión de la pandemia de la Covid-19 lo coloca también en la mira de un voto útil de gran alcance -incluso en el Sureste de aquel país, región que no es precisamente favorable al PT-, y que busca echarlo del poder con cajas destempladas. Desde que arrancó la campaña electoral, a mediados de agosto pasado, Bolsonaro ha estado consistentemente a la zaga de Lula en las encuestas. En los últimos sondeos publicados el viernes último, éste aparecía con un 50% de la intención de voto, arañando la mayoría absoluta, frente a un 36% del actual mandatario, en tanto que Ciro Gomes, candidato del Partido Democrático Laborista, quien intentó presentarse como la “tercera vía” entre el ultraderechista y el izquierdista, aparece en un lejano tercer lugar, con apenas un 7%. Otros ocho candidatos; cuatro varones, uno de ellos, clérigo; cuatro mujeres y dos afrobrasileños compiten por el cargo, sin la menor posibilidad de alcanzarlo.

El expresidente y candidato presidencial Luiz Inácio Lula da Silva, este viernes 9 de septiembre en un encuentro con evangélicos en Río de Janeiro, Brasil.

Luiz Inácio Lula da Silva EFE / André Coelho

Desde el principio de la contienda el mandatario brasileño ha agitado el espantajo del comunismo y se ha presentado como defensor de la fe, la familia tradicional y la propiedad privada frente a un posible regreso del PT al poder y ha declarado, en repetidas ocasiones, que cualquier resultado que no concluya en su victoria en las urnas será producto de un fraude electoral. De hecho, hubo temor, en algún momento, que a la manera de Trump, Bolsonaro pudiera caer en la tentación de negarse a reconocer su derrota y organizase un desmán mayor, que pudiera involucrar a las fuerzas armadas brasileñas para mantenerse en el poder a toda costa. Pese a ciertos episodios de violencia durante la campaña -tres partidarios de Bolsonaro asesinaron a otros tantos de Lula- que llegaron a tensionar de manera considerable el ambiente electoral, tal posibilidad parece ahora remota. No sólo porque la distancia que lo separa de Lula luce como imposible de remontar (de 14 a 17 puntos porcentuales), lo que hará muy difícil convencer a la gente acerca de la posibilidad de un supuesto fraude, sino porque resulta inconcebible suponer que los militares estarían dispuestos a seguir al presidente en una pendencia, con muchos riesgos, pocos incentivos y, en todo caso de muy incierto desenlace.

Hay que decir también, que Lula ya no es el mismo de dos décadas atrás, como tampoco lo es el mundo en el que triunfó por primera vez. Pese a su innegable carisma e importante legado, Lula estuvo preso más de año y medio y, pese al hecho de que fue absuelto por un juez de cargos de corrupción, a ojos de muchos brasileños sigue cargando con el pesado fardo de deshonesto y bribón. Por lo demás, el candidato y fundador del izquierdista Partido dos Trabalhadores (PT) luce a ratos desorientado y falto de reflejos. Eso fue evidente, en el primero de los debates televisivos, cuando Lula perdió por completo el hilo de la discusión frente a millones de televidentes, hecho que fue aprovechado por Bolsonaro para mostrar su sorna engreída ante las cámaras. En el último debate, realizado el 30 de septiembre, carente por completo de contenido, pero pleno de injurias e insultos mutuos y con el moderador llamando en vano a los contrincantes a mantener la compostura y la civilidad, Bolsonaro acusó a Lula de corrupto y de “presidiario” y a su gobierno de cleptocracia, mientras que éste tachó al mandatario de “traidor” y de “destructor de la nación”. Más allá del resultado de la elección presidencial, queda por ver la composición del futuro Congreso, resultante de la elección legislativa. Hasta ahora, Lula no ha sido capaz de transmitir su popularidad a la de su partido, por lo que podría enfrentar un legislativo adverso a su gobierno, en caso de que, finalmente, se alce victorioso. En cualquier caso, gane quien gane heredará un Brasil con una realidad económica desafiante, con una inflación de 8.73% y un crecimiento de apenas 1.2, muy lejano al boom de las materias primas que aupó a Lula al éxito y a la celebridad incomparables de la primera década del presente siglo.

*Profesor e Investigador del CIALC-UNAM.

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