Ricardo Monreal Ávila
A más de dos años de la aparición de la enfermedad COVID-19 en China, seguimos experimentando sus efectos pandémicos y tratando de ingresar en la llamada nueva normalidad. En este contexto, el conflicto ruso-ucraniano desde el primer día impactó en la economía global —el precio del barril de Brent ha fluctuado entre los 95.59 a 124.11 dólares— es decir, ambos problemas han agravado las crisis económica y social que ya se percibían.
El encarecimiento de hidrocarburos, materias primas, minerales industrializados y cereales, entre otros productos, aunado al desplazamiento de más de 12 millones de personas fuera y dentro de Ucrania, se prevé que tenga afectaciones mundiales en varios frentes. El secretario general de las Naciones Unidas ha hecho declaraciones en torno a hambrunas, migraciones masivas y posible inestabilidad social.
Tan sólo cerca de 400 millones de personas dependen de la exportación de cereales ruso-ucranianos; el trigo es un alimento básico para el 35 por ciento de la población global: para algunos países en vías de desarrollo, el trigo ucraniano representa el 70 por ciento de su consumo. El conflicto bélico ha incrementado el precio de este cereal en un 35 por ciento y se prevé que, en las zonas de cultivo en Ucrania, tanto por la peligrosidad que implicaría como por la falta de mano de obra, no se estará en condiciones de levantar la cosecha.
De no acordar una pronta solución para la conflagración entre Rusia y Ucrania, el sector agrícola, por ejemplo, sumado al desplazamiento masivo forzoso de personas, tendrá un impacto extracontinental sin precedente.
A la fecha, 3.2 millones de personas adultas y 1.8 millones de menores de edad han abandonado Ucrania en busca de protección, seguridad y asistencia. Naciones Unidas, organizaciones civiles y la Unión Europea, junto con los países de primera línea (Polonia, Eslovaquia, Hungría y Rumanía), coordinaron una plataforma para la solidaridad en las fronteras, con normas mínimas para la concesión de protección temporal y para poder acoger el éxodo ucraniano.
El impacto ha sido tal, que la presencia de personas ucranianas en busca de refugio se ha hecho sentir en este lado del hemisferio. Por una parte, el Gobierno de Estados Unidos no sólo ha enviado ayuda económica, sino que el presidente Joe Biden ofreció recibir a 100,000 personas refugiadas procedentes de Ucrania. Esta esperanza movilizó hacia México a miles de personas con rumbo a la frontera con la Unión Americana. En nuestro país, organizaciones civiles, así como el Ayuntamiento de Tijuana, reportan cerca de 3,000 personas ucranianas que esperan poder ingresar a suelo estadounidense. El reto es mayúsculo para las ciudades fronterizas, ya que además de las y los desplazados de aquel país, hay cerca de 4,000 migrantes de México, Centroamérica, Haití, etc., que también buscan cruzar la frontera.
Así, el conflicto ruso-ucraniano detona nuevamente el debate en torno a una migración regular, ordenada y segura. Sin duda, para cada una de las personas —sin distingo de su nacionalidad— que se encuentran en tránsito o destino en nuestras fronteras la razón para decidir emigrar de sus países tiene la misma valía, es decir, no existe migración de primera o de segunda; la miseria, la violencia pandillera o del narcotráfico, una emergencia económica y humanitaria, una crisis política, los efectos de los desastres naturales o una guerra son razones suficientes.
A partir del 25 de abril pasado, los Gobiernos de México y Estados Unidos trabajan de manera conjunta para mejorar las condiciones de las personas migrantes de Ucrania que aguardan en la frontera común y, si bien aún no se ha podido implementar para el fenómeno migratorio una gobernanza regional, humanitaria, multinivel y multidimensional competente, ésta y otras acciones podría marcar el inicio.
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