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Roy Gómez

Dicen que el culmen del mensaje evangélico está recogido en estas palabras: «amen a sus enemigos…para que sean hijos de su Padre celestial». Sería lo más difícil que se puede pedir al hombre.

La palabra «enemigo» es una palabra fuerte, y seguramente la usemos pocas veces referida a alguien concreto. No pocos dirían tranquilamente: «Yo no tengo enemigos». Aunque los últimos tiempos destacan por la costumbre de buscar culpables y enemigos de todo por todas partes, especialmente desde el mundo de la política (naciones, partidos…), pero no sólo.

Quizá nos resulte útil para comprender el reto que nos plantea Jesús en estos versículos del Sermón de la Montaña el darnos cuenta de quiénes pueden ser considerados «enemigos», aunque no nos refiramos a ellos con esta palabra, para darnos cuenta con quiénes y en qué se tiene que notar que somos hijos de nuestro Padre celestial.

Ciertamente un enemigo es alguien que no nos quiere bien, que nos rechaza, que busca hacernos daño, que nos tiene declarada la guerra, que nos hace sentirnos incómodos en su presencia, que están en contra de nosotros, que nos han provocado algún tipo de heridas.}

Sin entrar en descripciones, y de manera breve, podríamos enumerar a los que nos hacen sentir incómodos, mal:  El otro, es decir, el que tiene distinto carácter, criterios, ideas, intenciones, y procura imponerlas; el adversario, que me hace la competencia en mi trabajo o entre los amigos, que se sitúa en el otro bando, que me lleva por sistema la contraria, que intenta ponerse por encima, salirse con la suya; el pesado que me quita tiempo, que me repite las cosas ochenta veces, que es inoportuno, que quiere vencerme o humillarme,  me cansa, me aburre, me agota; el chismoso que va haciendo comentarios a mis espaldas, que me desprestigia, me critica, y me pone verde; el hipócrita que tiene varias caras y ocultas intenciones; el antipático, el que me cae mal y es «borde» conmigo; el arrogante, el aprovechado, el celoso, el que me la ha jugado, el que me ha dejado «colgado» cuando más lo necesitaba, aquel que tiene posturas, decisiones, opciones que están totalmente en contra de mis más profundas convicciones y creencias.

A todos estos, en distintos grados, nos resulta muy difícil amarlos. Preferimos evitarlos, que no anden por medio, que estén cuanto más lejos mejor. Pero SI andan cerca, nos sale muy espontáneamente el tratarlos -como poco-, de forma desagradable, poco amable. Nos salen espontáneamente palabras, actitudes, gestos violentos.

Y qué decir de los asesinos, de los terroristas, de los violadores y abusadores, de la gente sin escrúpulos que arruina la vida de otros, de los traficantes de drogas o de armas-

El caso es que -quizá sin darnos mucha cuenta-, les estamos damos «poder» sobre nosotros, les «permitimos» que nos hagan sentir mal, nos llenamos de su basura, que decidan cuál debe ser nuestro estado de ánimo, actitudes, comportamientos. Y entramos en una espiral de violencia, reproches, que no termina nunca, y que hace que todo vaya peor. Y nos hace daño sobre todo a nosotros mismos: la ira, el rencor, la venganza, las ganas de revancha.

Jesús nos dice que tenemos que amarlos y rezar por ellos. Y nos pone por delante su propio ejemplo: Al apóstol que lo ha vendido, cuando le besa/traiciona en el Huerto, todavía le llama «amigo». Aún más «fuerte»: Desde la cruz, a los soldados que le clavan, insultan, que se burlan… los perdona y ¡los disculpa!: «No saben que lo que hacen».

Esta manera de reaccionar de Jesús, no tiene justificación desde planteamientos, razonamientos y esfuerzos humanos. Sólo si anda Dios por medio se puede entender que un ser humano sea capaz de amar y disculpar a quien le traiciona y le mata. Por eso rezamos por ellos, para que la «oración» que elevamos al cielo, nos una con el Señor, purifique nuestra mente y corazón de pensamientos y sentimientos dictados por la lógica de este mundo y nos permita ver al malvado con los ojos de Dios, que no tiene enemigos. Habrá que contar, por tanto, mucho, muchísimo, con la ayuda del Dios de la misericordia.

No es, por tanto, compatible ni aceptable desde el mensaje de Jesús amar sólo a los nuestros, a los de nuestro pueblo, grupo afín (nada de xenofobias, homofobias ni loquesea-fobias), etc. Ni podemos dejar de amar al criminal o al que sea pecador según nuestras leyes morales y religiosas, o al distinto. Otra cosa distinta es la justicia civil o legal, que tendrá que actuar debidamente ante el mal o crimen cometido. Aquí Jesús se está dirigiendo y refierendo a nuestra actitud personal como discípulos suyos. Y ese «amar a los enemigos» no supone que sintamos por ellos algún cariño o les invitemos a cenar a casa, ni nos olvidemos del daño que hayan podido hacernos, porque no somos «dueños» de lo que sentimos, aunque procuremos controlarlo.

También me parece oportuno recordar que las palabras sobre el «poner la otra mejilla» no deben interpretarse como una invitación a dejarse humillar, a que otros se aprovechen de su «poder», a la pasividad ante quien nos agrede, o «aguantarnos».  En la cultura judía, un revés, cachete o bofetón que se inflige con el reverso de la mano suponía llamarle blasfemo, insultarle en su honor, humillar o injuriar a quien lo recibe: era un desprecio grave hacia esa persona. Y en el contexto de las bienaventuranzas en que nos encontramos cabe entenderlo en relación al «cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra ustedes por mi causa». No hagan frente ni renuncien a sus principios y no devuelvan mal. Así hizo Jesús cuando le abofeteaban en su juicio antes de la Pasión.

Y después de esto, no me atrevo a decir nada más. Que me falta muchísimo para alcanzar las metas del maestro, pero al menos sé lo que me está pidiendo. Que así sea. Paz y Bien.

royducky@gmail.com

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