Roy Gómez

Nos acercamos a los umbrales de la Pascua. Es memorial de lo que Dios hizo por la humanidad. En algunos habrá perdido vigencia (oportunidad para vacaciones), en algunos más consistencia (ya no saben ni por qué se celebra) y en otros profundidad (se queda en una escenografía de religiosidad popular).

Pero, la Cuaresma, un domingo más, nos incita a ser conscientes del amor que Dios nos tiene. Vino en Belén para alegrarnos la vida y subirá al calvario para darnos otra, sin fecha de caducidad. ¿Se puede esperar más del amor de Dios?

En nuestros templos personales, tendría que surgir un grito espontáneo que sacudiera las conciencias adormecidas (de los que son cristianos, pero viven al margen de su fe) y también las de aquellas otras que, poco o nada, han oído hablar de un tal Jesús de Nazaret: ¡Esto lo hizo Dios por ti y por mí!

Porque, Jesús de Nazaret, no es alguien que se encaramó a un madero permaneciendo definitivamente colgado. No es una reliquia que muchos llevan suspendida en el pecho (en forma de cruz) o en cualquier otra parte de su cuerpo. Jesús de Nazaret es la señal visible, el amor de Dios en forma de carne. Es el amor de Dios para que el hombre encuentre un horizonte de alegría, de paz y seguridad en su vida.

Quien mira, frente a frente a Jesús, se topa con el amor de Dios. Uno siente el vértigo de la eternidad, pero vértigo en positivo, cuando piensa, medita y se asombra ante una persona que es estandarte y altavoz de la bondad de Dios.

¿Qué dificultades existen para creer y aceptar todo esto? Que la realidad sensual del mundo es incapaz de considerar, gustar y definirse por una amistad tan limpia y tan original como la del Señor: se nos excita en conquistas de amores a coste barato. Se confunde amor con placer. Gratuidad con interés. Y así nos va. La felicidad del hombre hace tiempo que está pendiente de un peligroso hilo: el sálvese quien pueda.

Es historia que se repite y, por lo tanto, Dios en la próxima Pascua pretende salvarnos a todos. Y lo hace en la dirección contraria a las soluciones falseadas o maquilladas que nos ofrecen los ilusorios salvadores de nuestra patria: el amor es la fuente de la felicidad y no el indagar caminos cortos que, entre otras cosas, producen ansiedad y no serenidad.

Por nuestra salvación, Dios, es capaz de cualquier cosa. Nosotros, en ese sentido, solemos valorar riesgos antes de ofrecer nuestra opinión, aportación, colaboración o silencio ante una situación injusta que origina preocupación. Dios, por el contrario, va a por todas. Lo hizo en la Anunciación fiándose una humilde nazarena, sorprendió al mundo en la pobreza de un pesebre y sobresaltará a los creyentes –y no creyentes también- cuando se da a muerte a lo más querido, Jesús, en el árbol de la cruz.

Esa es la matemática de Dios: por el hombre todo. Incluso a costa de restar amor de su propio amor clavado en la cruz. Porque, al fin y al cabo, esa resta es suma de redención y de salvación. Dicen que para saber lo que vale el amor de una persona, hay que saber cuánto ha sufrido por mantenerlo vivo.  Contemplemos el alma de Dios y, conociendo el sufrimiento de Cristo, nos daremos cuenta que el amor al hombre es –entre otras cosas- locura, pasión y obcecación por el ser humano…

Cuaresma. Es el amor de Dios que se multiplica, que se desborda y se hace realmente escalofriante en ese Jesús que hace de la cruz un auténtico surtidor de amor.

Cuaresma. Es la preparación para la reconciliación, personal y comunitaria con Dios, para que cuando nos ofrezca su amor, nos localice sensibles, permeables y receptivos a semejante ráfaga de su amor sin farsa, universal, divino y con un fin: llamados a la resurrección por Cristo.

Ante sus ojos se abre un panorama insospechado y grandioso, una doctrina nueva y vieja que comporta frutos de eternidad. Jesús le habla de un hecho que simboliza lo que ocurriría en el Calvario: lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del Hombre, para que todo el que crea en él tenga vida eterna. Y así es en efecto. La Cruz se levanta como insignia de victoria, estandarte de salvación, bandera de paz y de perdón que manifiesta a los cuatro vientos la mayor prueba del amor de Dios.

«Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Jesús también dirá que nadie tiene amor más grande que aquel que entrega su vida por el amigo. La crucifixión fue, sin duda, el gesto definitivo del amor de Dios que sufre en su carne el castigo de nuestro pecado.

Qué más podía hacer el Señor para mostrarnos su infinito amor, sus profundos y sinceros deseos de ayudarnos, de librarnos de las cadenas que realmente aprisionan al hombre, las del pecado. Miremos con fe ese signo de salvación, sepamos descubrir tras las llagas de Cristo crucificado la grandeza de su poder y los fulgores de su divinidad. Imitemos al buen ladrón que, contemplando a Jesús traspasado y vencido, supo descubrir al Rey del Universo y le rogó, quizá entre las burlas de los demás, que se acordara de él cuando llegara a su Reino. La respuesta de Jesús fue inmediata: En verdad te digo que hoy estarás conmigo en el Paraíso.

Ese es el precio del amor de Dios, darnos vida a través de la muerte…y nos da una vida que es eterna, plena, llena de luz y de amor. Valoremos nuestra fe en este tiempo de cuaresma, ese gran valor que posee ser coherentes como hijos de Dios, y no lo devaluemos con nuestros actos. Así sea… Paz y Bien.

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