• Spotify
  • Mapa Covid19

Roy Gómez

La primera lectura de hoy estaba escogida del llamado libro del Eclesiastés, aunque hace muchos años que, entre otras razones para evitar la confusión con el otro libro «Eclesiástico», se prefiere llamarle «Qohélet», que es como se presenta a sí mismo el autor al comienzo del libro, y que significa «el Hombre de la Asamblea». El pasaje es algo más largo que el que hemos leído y parece que su sabio autor está profundamente decepcionado y va repitiendo a cada poco, como un estribillo: Todo es vanidad (entiéndase no como «presumido» sino como sinónimo de «vacío, sin sentido…»). Y se queja: Hay quien trabaja con sabiduría, ciencia y acierto, y tiene que dejarle su porción a uno que no ha trabajado. De día, su tarea es sufrir y penar, de noche no descansa su mente. 

Un poco más adelante, se desahoga: Yo, Qohélet, he sido rey de Israel en Jerusalén. Hablé en mi corazón: ¡adelante, voy a probarte en el placer! ¡disfruta de la dicha! Hice grandes obras: construí palacios, planté viñas, huertos y jardines con frutales. Tuve siervos y siervas. Poseía servidumbre.  También atesoré el oro y la plata, tributo de reyes y provincias. De cuanto me pedían los ojos nada les negué, ni rehusé a mi corazón gozo ninguno. Todo es vanidad y perseguir al viento.

Estas palabras me han recordado a nuestro Premio Nobel de Medicina, don Severo Ochoa.  Al final de su vida contaba a una periodista:” No tengo ni una sola respuesta para nada de lo que de verdad me interesa. Puedes escribir bien grande que te he dicho que soy un extraño sabio, un sabio que no sabe nada”.

«En mi vida hay algo que ha merecido la pena, y no es la investigación científica, sino el haber tenido su amor. ¿Cómo puede sorprenderse nadie de que diga que mi vida sin Carmen no es vida?» Su mujer fue Carmen García Cobián, 55 años de vida, amor y ciencia en común. Cuando en mayo de 1986 falleció, supuso para Severo un golpe muy duro que le sumergió en una especie de profunda depresión. A partir de entonces, Ochoa decidió no volver a publicar ningún trabajo científico más, con lo que puso totalmente fin a su brillante carrera.

He tenido ocasión de acompañar y escuchar a muchas personas cuando han perdido a un ser muy querido: la propia pareja, un hijo, un amigo especial. O les han dado la noticia de una grave enfermedad de improbable curación, y se han venido abajo, al darse cuenta de que sus «muchísimas cosas importantes», sus múltiples ocupaciones de cada día, sus energías distribuidas en mil asuntos, tenían muy poco sentido, no eran realmente lo más importante.

Padre Pio, al saber que le quedaba poco tiempo de vida, pudo escribir: ¡Qué maravilla poder morirse sabiendo que nuestro paso por el mundo no ha sido inútil, que gracias a nosotros ha mejorado un rinconcito del planeta, el corazón de una sola persona! ¡Y qué espantosa esterilidad la de descubrir, a la llegada de la muerte, que hemos sido el bufón de muchos, aunque decían que nos admiraban, y nos aplaudían o rociaban de incienso!

Dios ha creado un mundo bello, donde hay muchos recursos para que podamos ser felices el tiempo que nos toque pasar aquí. Al terminar la creación, dijo satisfecho: «Todo es bueno». Todo. Y nos lo entregó y encomendó para que lo cuidáramos y para que fuéramos felices con todos esos dones, y con lo que podamos ir haciendo con nuestra vida: relaciones personales, opciones, prioridades, valores, estilo de vida. El peligro está en nuestro modo de relacionarnos con las cosas y con las personas. Cuando dejamos que las cosas, los deseos, e incluso las personas, se adueñen de nuestro corazón, se vuelvan tan «importantes» que limiten e incluso anulen nuestra libertad, nuestra humanidad, que nos hagan distanciarnos o enfrentarnos con las personas (como los dos hermanos del Evangelio que discuten por una herencia). Cuando en vez de entregarnos y amar, pretendemos poseer, retener, atar a una persona, algo va mal.

Alguien con cierta ironía definía así lo que es una herencia: «aquello que los muertos dejan para que los vivos se maten entre sí». Y a menudo es así. Las herencias sacan a flote lo que de verdad hay en el corazón de algunos: y «lo que es mío, lo que me corresponde en justicia» acaba anteponiéndose a las relaciones familiares, que quedan para siempre dañadas.

Cuando el beneficio económico, se antepone a un salario o unas condiciones laborales justas y a las necesidades de las personas, algo va muy mal. Cuando el afán económico y el desprecio por los que están peor, lleva a negar el cambio climático, a quitar importancia a la contaminación atmosférica por oscuros intereses político-económicos, a despreocuparse de la escasez de agua potable, a seguir talando y quemando (o dejando que se quemen) bosques, a seguir consumiendo sin medida, y tantas otras cosas que están destrozando el planeta y la fraternidad humana, mientras nos distraen con burdas tonterías, para que algunos pocos pueden seguir haciendo su agosto todos los días del año, algo no va nada bien.

Jesús nombra la «codicia» como la causa de todos estos males. Pero no hay que pensar sólo en las grandes empresas y fortunas. Acaparar, amontonar, comprar, acumular, nos toca a todos en mayor o menor medida. ¡Cuántos sacos van a los contenedores de basura cuando alguien fallece! ¡Cuántas cosas compramos o guardamos, que realmente no nos hacen ninguna falta! ¡Y no las soltamos!!!

Como dice a menudo el Papa Francisco: “Nunca he visto un camión de mudanza detrás de un cortejo fúnebre, nunca. Pero sí hay un tesoro que podemos llevar con nosotros, un tesoro que nadie nos puede robar, que no es lo que has estado guardando para ti, sino lo que has dado a los demás”.

San Pablo nos ha invitado a «buscar los bienes de arriba».  Y Jesús: «Necio, esta noche te van a exigir la vida. Lo que has acumulado, ¿de quién será? Así será el que amasa riquezas para sí y no es rico ante Dios». Pero no es necesario tener fe para tomarse en serio todas estas cosas. Cuando alguien fallece, ¿qué es lo que realmente nos queda de él/ella? Su tiempo entregado, sus detalles, sus ayudas, su generosidad, su empeño por hacer este mundo mejor. En definitiva: me hace grande lo que doy, y lo que hago por otros. Lo demás es todo perfectamente prescindible. Y para los que nos consideramos creyentes, no nos dejemos atrapar por las muchas cosas creadas por Dios, sino que busquemos al Señor de las cosas. Debiera formar parte de nuestro examen de conciencia, este virus tan dañino que es la codicia, que no es sino otro nombre del egoísmo, y que tanto daño hace a los otros. Ojalá no dejemos como herencia «algo para que otros se maten», sino una sonrisa grande y un profundo sentimiento de agradecimiento por habernos conocido. Ojalá que no pongamos todo el corazón en nada que nos puedan quitar, o que podamos perder o que nos distancie de los otros, sino en el que es Autor y Dueño de nuestra vida. Que así sea…Luz.

royducky@gmail.com

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *