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Fr. Roger Gómez, omp.

Siguiendo con el Sermón de las Bienaventuranzas, y después de llamarnos al perdón y al amor a los enemigos, y a ser misericordiosos como su Padre, propone Jesús una breve parábola sobre los «guías» ciegos y la necesidad del arte del discernimiento y del acompañamiento. Para saber cómo ponerlas en práctica, necesitamos orientación, apoyo, acompañamiento para no quedarnos en generalidades, vaciarlas de contenido o desanimarnos ante sus exigencias. Realmente es difícil que uno, por sí mismo, con su único y personal criterio crezca y madure en su fe, progrese en el discipulado o vaya descubriendo la voluntad de Dios sobre él. Y no es extraño atascarse, darles mil vueltas a ciertos aspectos, autoengañarse, cansarse, conformarse, confundir «lo bueno» con lo que el Señor realmente espera de mí, plantearme unas exigencias tan elevadas que acaben por agotarme, etc.
Es decir: que necesitamos a alguien que nos guíe, nos muestre el camino, algún Maestro de Vida que nos ayude a «aterrizar» el Evangelio en nuestras circunstancias personales concretas, pero sin imponernos, sin tomar decisiones por nosotros, que nos respete… que no sean «guías ciegos». ¿De quién o de quiénes hablamos?
Pues, en primer lugar, claro, el Espíritu Santo. Jesús nos dice en el Evangelio de Juan que «cuando venga él, el Espíritu de la verdad, los guiará hasta la verdad plena, porque recibirá de lo mío y los lo anunciará».  Es un Espíritu que el Padre dará a los que se lo piden y que ya ha sido derramado en nuestros corazones, somos sus Templos.  Por tanto, podemos fácilmente pedirle ayuda en la oración: Riega la tierra en sequía, sana el corazón enfermo, lava las manchas, infunde calor de vida en el hielo, doma el espíritu indómito, guía al que tuerce el sendero.
Y después podemos contar con «personas de Espíritu» que nos iluminen y saquen de nuestras dudas y callejones sin salida. No se trata de un «especialista» que nos suelta un rollo teórico y abstracto, ni nos llena la cabeza de ideas, o de normas y condiciones. Menos todavía toma decisiones que nos competen, ni nos impone ni nos manda nada. Sino que más bien nos muestra un camino práctico, experiencial, que nos va guiando hacia la gloria del Señor, sin esquivar el sacrificio, la renuncia o el sufrimiento de la cruz. El Espíritu nos conduce siempre por los caminos de la compasión, de la solidaridad, del amor, de la entrega personal, de la verdad, de la justicia, del encuentro, de la paz.
Por eso explica Jesús que lo primero que tenemos que reparar y perfeccionar es nuestro modo de mirar y de juzgar. La comparación que usa es bien clara: me tengo que sacar primero la viga de mi ojo antes de pretender sacar la paja del ojo de mi hermano. El Papa Francisco insiste a menudo en la sana costumbre de “acusarse uno mismo, en vez de (o antes) de acusar a los demás».
Hay que revisar esa seguridad de que tenemos razón y que todo lo tenemos claro porque nos condicionan muchas voces, que serían como vigas que lo tapan y deforman todo. Por eso, hay que empezar por detectar en mí los afectos, las ideas, los prejuicios, las vendas que pueden cegar o hacer que mi juicio sea equivocado.  No podemos encontrar o discernir el bien y la verdad si, por ejemplo, nos encastillamos en nuestras ideas y posturas previas, en los nuestros, en los que
piensan y son como yo (la polarización tan extendida últimamente, la cerrazón, la rigidez). Así no hay discernimiento ni acompañamiento que valga, puesto que somos seres de encuentro, para tener puentes, facilitar diálogos y acuerdos, relativizar posturas cerradas. Como tampoco podemos buscar la voluntad de Dios si sólo tenemos en cuenta nuestro bien particular, nuestros gustos y conveniencias, perdiendo de vista o ignorando a los otros, a los que están peor (esos «bienaventurados»).
Por último, el Maestro presenta el criterio de los frutos. Cada árbol se reconoce por su fruto. No por los bellos ramajes, o por su tamaño, o porque adorna y queda bien. Los higos o los racimos no brotan de cualquier árbol. Si el corazón va sacando el bien, la bondad, el perdón, la solidaridad, la generosidad, la paz, la justicia, la dignidad, el respeto, querrá decir que estamos en el camino correcto. Y se notará hasta en las palabras que salgan de nuestra boca.
Concluyendo:

  • Primero es necesaria la guía y la acción del Espíritu y el empeño de buscar en nuestra vida la voluntad de Dios. En esto no podemos quedarnos atascados: «ya soy bueno», o «no sé qué más debiera hacer».
  • Segundo, son más necesarios que nunca auténticos maestros de vida que nos ayuden a caminar y a seguir dando fruto incluso en la vejez, estando lozanos y frondosos.
  • Tercero: coger la grúa y empezar a quitar tantas vigas de en medio que nos tapan la mirada.
  • Y cuarto: Los frutos. Son lo que vale. No los discursos ni las palabras
    Hoy es un buen para iniciar con un espíritu nuevo, y poder entonces guiar a quienes nos necesitan con amor y esperanza…Que así sea. Luz.

royducky@gmail.com

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