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Roy Gómez

En este quinto domingo de Pascua, la Iglesia nos invita a dar gracias a Dios por su misericordia. En el salmo hemos rezado juntos “Bendeciré tu nombre por siempre jamás, Dios mío, mi rey”. Recordamos las hazañas de Dios en nosotros, su misericordia. Y lo hacemos unidos a toda la Iglesia, fundada por el mismo Cristo, que tiene como misión fundamental llevar a todos los pueblos la alegría del Evangelio. Las lecturas de hoy nos hablan de la Iglesia de la tierra, formada por todos nosotros, los bautizados, cuyo signo de identidad es el amor mutuo que Cristo nos enseña en el Evangelio de hoy, pero que está a la espera de llegar al Cielo, donde está la Iglesia triunfante, participando de la gloria de Dios y de Cristo resucitado. Nos compara con un viñedo, donde el es el Sarmiento.

La Iglesia de la tierra: En la primera lectura de este domingo escuchamos cómo se va constituyendo la Iglesia ya en los primeros años. Pablo y Bernabé, como hemos escuchado en la lectura del libro de los Hechos de los apóstoles, van recorriendo las ciudades anunciando la buena noticia del Evangelio. Escuchamos cómo la primera Iglesia era una verdadera comunidad de discípulos, en la que todos se sentían hermanos, que compartían todo, incluso la alegría por la evangelización de nuevos pueblos. Al llegar a una nueva ciudad, Pablo y Bernabé, como los demás discípulos, fundaban una comunidad de cristianos y la estructuraban ya desde el comienzo con presbíteros. La oración era una parte fundamental en las primeras comunidades cristianas, y la fe era el fundamento de éstas. Tenían muy presentes la conciencia de ser enviados, de ser misioneros que se dejaban llevar por Dios que los iba guiando de una ciudad a otra. Cuando se reunían, contaban las maravillas que Dios había hecho por medio de ellos. Así lo hemos escuchado también en el salmo: “que proclamen la gloria de tu reinado, que hablen de tus hazañas”. El testimonio de los cristianos es el mejor modo de evangelizar. Hoy también la Iglesia ha de ser misionera, salir de sí misma, ir a todos los rincones del mundo, para anunciar con alegría la buena noticia del Evangelio. El mejor modo de contagiar a los demás la alegría de la fe es la unión de los cristianos, la oración, el contar con alegría lo que Dios ha hecho con cada uno de nosotros y el ejemplo de una vida de comunión.

El mandamiento nuevo del amor: La unidad y la comunión, que es propia de los cristianos, viene del mandamiento que el mismo Cristo nos dejó en el Cenáculo el Jueves Santo y que hemos escuchado hoy en el Evangelio: “Les doy un mandamiento nuevo: que se amen unos a otros como yo los he amado”. Esta es la señal que identifica a los cristianos. No podemos decir que somos cristianos si no vivimos con verdad el mandamiento del amor, por mucho que hagamos prácticas religiosas. De nada sirve participar en los sacramentos y en la piedad popular si no va acompañado de una voluntad de vivir aquello que Cristo nos enseñó y que ÉL mismo vivió con nosotros: el amor hasta dar la vida. El mandamiento que nos da el Señor es nuevo, porque ya no se trata de amar al próximo como nos amamos a nosotros mismos, tal como aparecía en la Antigua Alianza. Cristo nos pide algo más: que amemos a los demás como Cristo nos amó a nosotros. Y Cristo nos amó entregando su vida en la cruz. Por eso hoy, la palabra de Dios nos llama a vivir ese mismo amor de Dios hacia los demás. Esto es lo propio de los cristianos. Si todos los cristianos viviéramos así, la Iglesia sería de verdad misionera, llevaría la buena noticia del Evangelio allá donde hubiese cristianos, no tanto por nuestras palabras, sino sobre todo por el ejemplo de nuestra vida, de un amor auténtico.

La Iglesia del Cielo: Pero la Iglesia no vive sólo aquí en la tierra. Como leemos hoy en la segunda lectura del libro del Apocalipsis, el primer cielo y la primera tierra pasan, porque Cristo, con su muerte y resurrección, ha abierto un nuevo cielo y una nueva tierra. Así nos cuenta el autor del libro del Apocalipsis cómo será esta nueva Iglesia, como la nueva Jerusalén: arreglada como una novia, donde ya no habrá ni llanto, ni luto ni dolor. Un mundo nuevo que Dios nos ha prometido, y que nosotros anhelamos mientras vivimos todavía en esta tierra. Sabemos bien que, para llegar a la Jerusalén del cielo, a la Iglesia triunfante, al Reino de los cielos, hemos de vivir aquí en la tierra como verdaderos hijos de Dios, miembros de esta Iglesia de la tierra, amándonos unos a otros como Cristo mismo nos amó.

Por eso: vivamos con alegría la fiesta de la resurrección que celebramos aquí en la tierra en el sacramento de la Eucaristía. En cada Misa, la Iglesia de la tierra mira a la Iglesia del cielo con esperanza. Esa es nuestra patria definitiva. Hasta que lleguemos allí vivamos aquí en la tierra como Cristo nos enseñó, amándonos de verdad unos a otros. Así seremos la señal de Dios en la tierra y alcanzaremos la ciudad futura. Este amor lo celebramos cada día en la Eucaristía: Cristo se entrega como nosotros. Que al salir hoy de Misa tengamos este firme propósito de amar como él nos amó.  Somos la vid de la Iglesia. Que así sea…Luz.

royducky@gmail.com

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