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Roy Gómez

Durante muchos siglos, la tarea evangelizadora, la acción misionera, la responsabilidad en las comunidades cristianas ha estado casi totalmente en manos de los que llamamos «pastores», del clero. O si acaso de algún laico bajo la supervisión total de algún ministro ordenado. Conocemos algunas pocas, pero notables excepciones, generalmente en «tierra de misión». Así, la palabra «vocación» todavía es sinónimo -en la cabeza de muchos- de «vocación sacerdotal o religiosa».

La mentalidad de que la «misión» es cosa de todos los bautizados yo no sé decir en qué momento se perdió, porque en las primeras comunidades cristianas era algo inseparable del bautismo: ser anunciadores del Evangelio de Jesús. El Vaticano II, el Papa Pablo VI y otros han querido recuperar esta dimensión esencial de la Iglesia. Todo bautizado tiene un encargo, una tarea, una misión de Jesucristo. Y misión supone «ir», «salir de» para «llegar a», moverse, cambiar de sitio. Si mi ser cristiano, si mi relación personal y espiritual con el Señor, no me «descentra» y me lanza a los otros, es que es muy imperfecta o inmadura.

El Papa Benedicto XVI, por ejemplo, hablando a la Iglesia Latinoamericana, dijo: La Iglesia tiene la gran tarea de custodiar y alimentar la fe del Pueblo de Dios, y recordar también a los fieles que, en virtud de su bautismo, están llamados a ser discípulos y misioneros de Jesucristo. Esto conlleva seguirlo, vivir en intimidad con Él, imitar su ejemplo y dar testimonio. Todo bautizado recibe de Cristo, como los Apóstoles, el mandato de la misión: Vayan por todo el mundo y proclamen la Buena Nueva a toda la creación.

Por lo tanto, una primera llamada de hoy sería plantearnos la implicación, el compromiso, la responsabilidad de todos los que formamos cada comunidad cristiana en el anuncio del Evangelio.

Pero la invitación y envío de Jesús afecta primeramente a la Gran Iglesia Universal y a cada pequeña comunidad cristiana. La comunidad parroquial, o cualquier comunidad cristiana debe ofrecer a los fieles el alimento de la fe e ir en busca de los alejados y extraños, realizando así la misión. Ninguna comunidad cristiana es fiel a su cometido si no es misionera: o es comunidad misionera o no es ni siquiera comunidad cristiana, pues se trata de dos dimensiones de la misma realidad, tal como es definida por el bautismo y los otros sacramentos.  Este empeño misionero de cada comunidad reviste la máxima urgencia hoy que la misión, entendida como primer anuncio del Evangelio a los no-cristianos, pero también aplicable a las comunidades cristianas de antigua evangelización, y se presenta cada vez más como «misión entre nosotros.

¿Y cómo responder cada uno a esta llamada? Este envío misionero no se entiende como una invitación a ponerse a hablar de Jesucristo en cualquier sitio, como «mosqueteros defensores» de lo cristiano ante la gente que se mete con nosotros. Ni a ir por las casas «armados» con una Biblia y un crucifijo, a ver si convencemos a alguien con nuestros discursos y argumentos. Ni a publicar creativos (pocas veces) folletos de propaganda, o abrir blogs, o repartir estampas o catecismos o libros, o servirnos de las nuevas tecnologías para darnos a conocer, organizar campañas, etc. Puede que sea necesario, no lo sé. Y desconozco su eficacia.

La misión que Jesús encomienda a sus 72 enviados en primer lugar es que abran el camino, que preparen al personal para que Él puede llegar en el momento que sea. Por una parte, se trata de evitar el protagonismo, que se confunda al mensajero con el mensaje: es Cristo de quien hay que hablar. No de uno mismo, ni del propio grupo, ni siquiera de la Iglesia. Y por otra, se trata de «acciones» que hoy llamaríamos tareas de «humanización» (porque el Reino de Jesús va de esto):

-En primer lugar, ser «portadores de paz», de la paz de Jesús, de la Paz de Dios. El discípulo misionero conoce cuánta paz falta en la convivencia humana, cuánta paz falta en muchísimos corazones, cuánta agresividad hay en nuestro lenguaje y actitudes. Reconciliar, tender puentes, huir de radicalismos y fanatismos.

-En segundo lugar, curar enfermos. ¡Hay tantas heridas y enfermedades físicas y espirituales que necesitan atención, acompañamiento y sanación! No es necesario que tengamos poderes para hacer milagros, pero sí el milagro de ser signos de que el Dios del que somos testigos es un Dios de la salud, del bienestar, interesado por el dolor de las personas.

-En tercer lugar, compartir la mesa. Comer y beber lo que tengan, es lo mismo que compartir la vida cotidiana, colaborar para que crezca la cercanía, el diálogo, la ayuda mutua, la comunión interpersonal, el saber estar todos a la misma altura (en la mesa todos son comensales con la misma dignidad, o servidores de la mesa, no hay más diferencias), y conformarse con lo mucho o lo poco que puedan ofrecernos. No vamos buscando dinero.

Es significativo que lo primero que han de hacer los enviados es «orar» al dueño de la mies (que es Jesucristo). No se apunta uno a esta tarea porque le apetece, le atrae o se le da bien. La iniciativa es de Dios que ha querido contar conmigo, para que vaya «en su nombre» y hable de él y no de mí mismo o de lo que a mí se me ocurra, o de mis «personales teologías». Ha de ser al estilo del dueño de la mies, y en su nombre.  Además, al ver que hay tanta mies y al orar al dueño de la mies, esa oración me tiene que cuestionar a mí mismo en primer lugar. Porque parte de la mies «me toca a mí». No oramos sólo para que vayan otros. Y además oramos con otros, para que crezca el número de los obreros.

Son enviados «de dos en dos». Las leyes de la época decían que para que un testimonio fuera válido hacían falta al menos dos personas. Es decir: que van enviados como testigos. Pero también es que el mensaje que portan es un mensaje de «comunidad» y de «comunión» y los «apóstoles» por libre no valen para este anuncio. Lo decía el Papa Benedicto: «en la evangelización no hay solistas». Y también: «cuando no hay «comunidad» cristiana que envía, acompaña y acoge, la evangelización es estéril».

Los recursos necesarios son muy sencillos: «ligeros de equipaje», sencillamente, humildemente. No usaremos los medios habituales de los «lobos» (los poderosos), sino que iremos como «corderos», «como el Cordero Jesús». Los mensajeros (su estilo de vida, su amistad y comunión personal y su testimonio conjunto) son el principal mensaje. Somos TESTIGOS.

Concluyendo:

– El envío misionero de cada uno de los bautizados.

– Una Iglesia misionera viva y más comunitaria.

– Y una Iglesia sinodal, que escucha, que es participativa, que a nadie excluye, más comunitaria, más evangelizadora, más atenta a las necesidades de los hombres y mujeres de hoy. Empecemos ya por el punto primero: Orar al dueño de la mies. Que así sea…Luz.

royducky@gmail.com

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