Roy Gómez
La primera lectura se desarrolla mientras estaba en el trono el rey Ajab. Sucedió, como suele suceder con los largos periodos de gobierno en manos de una sola persona, que el gobernante de turno por mantenerse en el mando, renuncia a su propia libertad e hipoteca el país para recibir el respaldo de los mandos medios, dándoles buenas prerrogativas.
El ambiente era muy difícil en todos los campos: social, político, económico, religioso, etc. La reina Jezabel, quien manejaba a su esposo con un dedo, impuso el culto al dios Baal y se encarnizó a muerte contra todos los profetas de Yahvé, quienes denunciaron la idolatría, representada en el culto a otros dioses y en todo tipo de maltrato al pueblo de Dios. Los escritores del libro de los Reyes lo expresaron diciendo que una gran sequía se vino sobre Israel.
La escena del relato que hoy leemos se desarrolla en Sarepta, una ciudad fenicia, de donde era originaria la odiada princesa Jezabel. La viuda de Sarepta se convierte en la antítesis de su paisana. Jezabel tenía dinero, influencia y poder, la viuda vivía sola con su niño y no tenía más que un puñado de harina y un poco de aceite en la alcuza. Jezabel persiguió y desterró, la viuda acogió; Jezabel destruyó, la viuda protegió; Jezabel acumuló para sí misma sin necesidad, la viuda fue capaz de compartir lo único que tenía para vivir. Jezabel terminó siendo víctima de su propia avaricia, la viuda recibió la bendición de Dios y tuvo alimentos por mucho tiempo. En el fondo Jezabel fue antagonista, la viuda fue protagonista. La lógica de Dios es distinta a la nuestra: “Mis pensamientos no son sus pensamientos, ni sus caminos son mis caminos, dice el Señor”.
Con esto se dice que no todas las mujeres fenicias son odiosas como Jezabel, por tanto, hay que evitar la xenofobia. Que Dios se manifiesta también fuera de las fronteras de Palestina, pues, aunque esta viuda no profesaba de palabra la fe en el Dios de Israel, por su generosidad, se hizo partícipe de la obra de Dios que le llegó por medio de un perseguido: el profeta Elías. Que la salvación viene, no precisamente desde los “grandes” y su insaciable sed de poder, sino de los desheredados de este mundo cuando son capaces de compartir lo poco que tienen para vivir. Que cuando se rompe con los círculos del fundamentalismo y del individualismo indolente, y se trabaja en comunidad, somos capaces de superar el gran muro de la discordia y de la miseria que ataca a todos.
La pobreza, el hambre y la guerra matan gente y son iguales de trágicas en todos los pueblos, en todas las culturas, en todas las religiones y a todos hacen sufrir por igual. Ante esta realidad no vale la pena perder el tiempo en discusiones inútiles, como “demostrar” cuál es el verdadero Dios, cuál es la verdadera religión o cuál la verdadera iglesia, sino aunar nuestras fuerzas para combatir los males que a todos nos atacan.
Una mirada crítica y otra viuda: Jesús ya estaba en Jerusalén, lo mismo que otros 300 o 400 mil peregrinos que llegaban a la ciudad con el objetivo de participar en la Pascua. Allí se daban cita personas de distintas regiones de Palestina y de la diáspora (judíos fuera de Palestina). De una manera muy piadosa hacían sus oraciones, ofrecían sus sacrificios y ofrendaban dinero según sus capacidades.
Jesús fue un judío piadoso que cumplía con sus deberes religiosos, pero no de cualquier manera. No tuvo una fe ingenua, presa del mezquino interés de los vividores de la religión. Fue un hombre de una fe profunda, pero de un ojo muy crítico, para descubrir el engaño. Como decimos popularmente: “no tragaba entero.” Había superado totalmente la fe de carbonero.
La primera observación la dirigió a los escribas, a los letrados, o sea, a los intelectuales de la época. Lo hizo con un fino humor crítico muy propio de su estilo: “¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con el traje de ceremonia, y que les hagan reverencias en la calle; buscan el sitio de preferencia en las sinagogas y el lugar de honor en los banquetes…”
¡Pero qué atrevido este provinciano! ¡Qué igualado!, podría decir alguno. Los escriban eran los especialistas, los ilustrados, los doctos, los que sabían cómo funcionaba lo humano y lo divino. Es como si a cualquier hijo de pueblo se le ocurriera hoy criticar al alcalde, al presidente, al rector, al decano, o a otros personajes influyentes, por su manera de vestir, por sus finos y artificiales ademanes o por la exquisitez de su paladar. O como si a algún laico se le ocurriera hablar del falso orgullo de aquellos a quienes les encanta pasearse por las calles con un pectoral grande, lucir un hermoso anillo de oro con incrustaciones de esmeraldas y un solideo romano en las ceremonias, que los llamen monseñor y que les den el primer puesto en los eventos importantes.
Este atrevido provinciano de Nazareth descubrió la falsedad de los escribas y su baja autoestima que los hacía depender de las reverencias y puestos honoríficos para sentirse valiosos. Los caricaturistas y humoristas críticos que hoy vemos, leemos o escuchamos, tienen un gran ejemplo de inspiración para su trabajo.
Las viudas en esa sociedad patriarcal no podían manejar sus bienes, ni defenderse en los tribunales; así que confiaban en algún escriba para que los administrara y defendiera. Estas “joyitas”, para ganarse la confianza de las viudas, simulaban ser muy piadosos y cumplidores de la ley, pero utilizaban sus conocimientos y la supuesta piedad, para abusar de ellas, engañarlas y quitarles lo poco que tenían.
Jesús desenmascaró la mentira y el engaño que escondían detrás de sus trajes pomposos y de su piedad socarrona. Invitó a toda la gente a tener cuidado y a no dejarse engañar. Lo había dicho muchas veces: “sencillos como palomas, sagaces como serpientes” (Mt 10,16); “comprendan que si el dueño de casa supiera a qué hora viene el ladrón, no le dejaría abrir un boquete. Lo mismo ustedes: estén preparados…” (Lc 10,39). Debía decirlo directamente: “¡Esa gente que devora los bienes de las viudas, y sólo por aparentar hace largas oraciones, recibirá un castigo más severo!”
Hoy podríamos decir lo mismo de tantos ladrones de cuello blanco. De muchos profesionales que aprovechan su profesión y la ignorancia de la gente para engañar. Aquí no se escapa ninguno: “en todas partes se cuecen habas”, decían nuestras abuelas. Hay sacerdotes, abogados, economistas, médicos, artistas, científicos, etc. Los hay también muy honestos, responsables, serviciales y entregados a su profesión, pero hay que tener cuidado. Necesitamos un ojo muy crítico, como el de Jesús, no para juzgar, ni para echar en un mismo costal a todos los profesionales porque algunos fallan; sí para tener cuidado y descubrir quienes están al acecho y con quienes se puede trabajar. Necesitamos utilizar nuestra profesión no para engañar sino para servir, y dar lo mejor de nuestra riqueza interior.
Luego, su ojo crítico lo llevó a ubicarse en un lugar estratégico del templo para apreciar el panorama. Dirigió su mirada hacia las alcancías donde los fieles depositaban sus ofrendas. Por las grandes cantidades de dinero que movía, el templo se había convertido en una especie de Banco central. Durante el tiempo de la Pascua las entradas eran más abundantes por la gran cantidad de gente que acudía a la fiesta, especialmente por los judíos de la diáspora, quienes disfrutaban de mejores condiciones de vida en el extranjero y daban los mejores donativos.
Los sacerdotes, levitas y toda la jauría de hienas hambrientas, que se lucraban de la piedad de la gente, así como los curiosos que se agolpaban alrededor, ponían especial interés en los ricos y en sus grandes ofrendas. Los pobres pasaban inadvertidos. Jesús, por el contrario, resaltó la donación de una viuda pobre y sin importancia para el común de la gente. Nuevamente estamos hablando de una lógica distinta a la lógica del mundo, a los criterios mercantilistas (oferta y demanda) y economicistas (inversión – ganancia, costo – beneficio). La lógica de Jesús es la lógica de Dios: “Mis pensamientos no sus pensamientos, ni sus caminos son mis caminos, dice el Señor”.
Como estas dos viudas, la del templo y la de Sarepta, existen también hoy mujeres “insignificantes”, que en el fondo son más valiosas que muchas caras plásticas y divas con pies de barro.
Estas mujeres no son entrevistadas por los medios amarillistas ávidos de chivas sensacionalistas; no son perseguidas por las cámaras y revistas sensibleras, porque no son jóvenes bellas, ni pertenecen a la alta sociedad o a alguna casta especial. No son influyentes, ni poseen cuentas bancarias, y sus medidas no son 60-90-60. No se casan y se divorcian a los pocos días y por tanto no se hacen “dignas” de salir en las páginas del pseudoperiodismo que prefiere la sociedad light.
No tienen fundaciones con su nombre ni hacen grandes donaciones económicas a las iglesias porque, sencillamente, no tienen. No son letradas, ni poseen conocimiento científico o teológico. Pertenecen a la gran masa de excluidos y bailan sin querer el baile de los que sobran. Pero con su trabajo como madres, abuelas, educadoras, líderes comunitarias, catequistas y ministras laicas; con su silencio en la oración, su testimonio de vida, su entrega y su trabajo anónimo con el cual ponen muchas veces en riesgo sus propias vidas, dan más que muchos notables. No son unas simples colaboradoras que dan de lo que les sobra, sino que ofrecen toda su vida y son pilares fundamentales de la Iglesia y de la sociedad, motores de las transformaciones sociales e institucionales.
Ellas son un gran paradigma de discipulado. Ellas nos enseñan a vivir el verdadero compromiso y el verdadero culto, pues son imagen de Cristo que se ofreció a sí mismo por nosotros (segunda lectura). Hoy necesitamos discernir nuestra manera de valorar a las personas, pues muchas veces nosotros también valoramos más a quienes tienen dinero que a quienes no lo tienen. A quienes dan buenas ofrendas económicas, que a quienes lo único que dan es su propia humanidad, pues no poseen más. Necesitamos valorar la entrega del resto empobrecido que da su propia vida, y entregarnos con toda nuestra humanidad a la causa de Jesús… Que así sea. Luz.