Roy Gómez
Las lecturas de este Domingo Tercero de Cuaresma nos presentan escenas, fuertes, impresionantes. Y así, la primera, del Libro del Éxodo, y el Evangelio, con el relato que hace San Juan de la escena del Pozo de Sicar, son sin duda unas páginas impresionantes de la Sagrada Escritura. El agua y la sed son argumentos de ambas y se construye, entonces, ese principio del agua eterna, instrumento de consuelo –nunca más habrá sed—para la vida eterna.
El pueblo judío, errante por el desierto, esta devorado por la sed. Y murmuran contra el Señor y contra Moisés. Eso pasa en la vida cotidiana. Cuando las cosas van bien no nos acordamos de Dios, pero si van mal solemos echarle la culpa a Él de nuestra desventura. Y muchas veces nuestros problemas surgen a causa de nuestro mal hacer, de nuestras equivocaciones. Lo interesante y llamativo de este fragmento del Libro del Éxodo que acabamos de escuchar es la familiaridad reinante entre Dios y Moisés. Y además la cercanía paternal del mismísimo Todopoderoso que “reacciona” inmediatamente a las críticas furibundas de su pueblo. No le gustan. Y por eso envía a Moisés para que golpee con su callado en la roca y, por sin, salga el agua que traerá la paz.
La familiaridad de Moisés hacia su amigo el Señor es más que evidente, como decía. No es que se niegue a acometer la misión que le encarga el Señor. No. Pero si le advierte que ese pueblo exasperado le puede apedrear. Y, entonces, Dios le aconseja como presentarse para evitar males mayores. Y es que si va acompañado por algunos de los ancianos –de los senadores—pues tal vez no le apedreen. Además, le dice que porte también un instrumento de mucho prestigio: aquel cayado con el que separó las aguas del Mar Rojo cuando huían del Faraón. Pero, además, le da la mayor seguridad posible: Él mismo, Dios en persona, estará allí, sobre Moisés, para protegerle. ¿No es maravilloso este relato? ¿No es verdaderamente emocionante? Claro que sí. El episodio de Massá y Meribá estará presente siempre en la historia de Israel y ahí está el Salmo 94 que lo certifica.
La única lectura posible es la que nos dice, sin rodeos, que Dios como Padre Bueno está muy cerca de quien le invoca para acudir enseguida en su ayuda. Y así ocurre que el verdadero argumento de todo el Antiguo Testamento es el de un Padre Amoroso que sigue y persigue a su pueblo para que vuelva con Él. Muchos siglos después, Jesús de Nazaret contaría a sus coetáneos la parábola del Hijo Pródigo que no es otra cosa que un resumen de todas las vivencias del Antiguo Testamento.
Juan Evangelista sabe dar a sus relatos un ritmo cinematográfico. Construye muy bien los diálogos y, desde luego, como obra literaria, su Evangelio es formidable. Pero, claro, no es el fin de Juan hacer preciosismos estilísticos. Interesa pues la historia como tal. En primer lugar, aparece una contradicción para los judíos de tiempos de Jesús. Y esa es hablar, saludar, dirigir la palabra a una mujer. Eran consideradas como seres inferiores a los que, además siendo desconocidas, no se les otorgaba trato alguno. Pero además era samaritana. Un cisma religioso –la negación de que el Templo de Jerusalén era el único lugar sagrado, habían separado a judíos y samaritanos con un encono terrible. Ya se sabe que uno de los insultos más duros entre judíos era, precisamente, tildarse de samaritanos. Por eso la mujer se extraña cuando Jesús le pide agua.
Habría que apuntar antes de nada que el cristianismo, desde sus principios, inicio un movimiento de valoración de las mujeres, que resultaba insólita para las costumbres romanas y judías, en las cuales la mujer ni pintaba nada, ni tenía ningún derecho. En todo el recorrido de Jesús de Nazaret por Palestina, durante su vida pública, siempre están presentes las mujeres. No es solamente la Madre de Jesús, María. Ahí está María Magdalena a quien se le aparece en primer lugar. Pero también Marta y María de Betania. Y el grupo de mujeres que acompaña a Jesús y a los apóstoles. De ahí que la primera sorpresa sea la conversación iniciada con la samaritana.
La segunda sorpresa es que intente convertirla allí mismo. Todas las alusiones al agua de vida que ofrece e, incluso, el conocimiento de su vida pasada –sus maridos- y su envío en misión dirigida a sus convecinos pues ha sido siempre interpretada por la Iglesia como un catecumenado cristiano, que responde a la pregunta de ¿cómo se llega a ser cristiano? La samaritana va dando los pasos necesarios: responde a la llamada del Amor de Dios, personificada en su diálogo con Jesús y se dispone a recibir el agua viva, el Bautismo, que lleva el don reparador del Espíritu Santo. Pero era más que lógico que Jesús quiera ofrecer a la samaritana la Salvación. Siempre se acerca a los más pobres, a los más pecadores, a los más marginados. Y con ojos de judíos de su época esa mujer tiene las mayores lacras que puede sufrir una persona: es mujer, además no es virtuosa: es una indecente por vivir con un hombre que no es su marido. Y para colmo es samaritana, miembro de un pueblo odiado y despreciado. Jesús, obviamente, va en busca de las ovejas descarriadas.
El fragmento del capítulo quinto de la Carta de Pablo de Tarso a los fieles de Roma podría ser muy bien como un colofón del evangelio. Y utiliza esa frase que es plegaria de nuestra liturgia: “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones con el Espíritu Santo que se nos ha dado. Y la cuestión que el Espíritu, él, que nos lo enseña todo está presente por herencia de Jesús. Y así esa presencia nos conduce al camino que nuestro Maestro nos ha marcado.
Y en efecto, estamos en camino, subiendo esta Cuaresma, que ya se aloja en la mitad de recorrido. La parábola de la samaritana nos debe servir como “cuestionario” de conversión. Ya lo citaba más arriba: hemos de responder a la llamada de Dios que se nos hace a través del diálogo con Jesucristo y después nos espera la conversión y el perdón de nuestros pecados. Para algunos será el Bautismo es la Vigilia Pascual, para otros, simplemente, acercarse al sacramento de la Reconciliación. En ambos casos es el Espíritu quien nos ha llegado hasta allí. Seguimos, pues, nuestro camino hacia la Pascua: hacia la gloria definitiva que nos anuncia, ya, Jesús con su promesa de Resurrección. Que así sea…Luz.