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Saúl Arellano

Más allá de la retórica o la demagogia, los gobiernos son finalmente evaluados por los resultados concretos y verificables que generan. La evaluación de una gestión en particular se lleva a cabo entonces bajo dos perspectivas: la primera, en lo que respecta a los indicadores generales que se tienen para medir el desempeño general de la administración pública; y la segunda, respecto de los programas prioritarios o “emblemáticos” que genera cada gobierno para dejar su impronta.

En ambos casos, luego de que han transcurrido ya prácticamente 51 meses desde que inició la administración 2012-2024, los resultados son muy limitados en las dos dimensiones mencionadas. No hay, de acuerdo con la información oficial disponible, ningún rubro en el gobierno donde se tengan avances realmente relevantes; y más allá de los informes administrativos en los que se da cuenta de cifras y cifras, igual que lo hacían los gobiernos del pasado, no hay cambios estructurales de la magnitud de lo que se prometió durante la larga campaña que tuvo el hoy presidente de la República.

A este gobierno le quedan, para fines prácticos, sólo 18 meses de gestión, es decir, 72 semanas o bien 540 días. Para lo que significa gobernar un país de la magnitud del nuestro, eso es poco menos que un suspiro; eso lo sabe cualquier persona que haya tenido una experiencia mínima de responsabilidad pública.

Preocupa por ello que, a estas alturas, se siga hablando de promesas de lo que habrá de ocurrir en el futuro, porque el futuro, gubernamentalmente hablando, ya no existe. Y peor aún, por lo que se percibe no hay una estrategia visible de cierre ordenado y responsable de la administración, no sólo en términos de ejercicio presupuestal, sino también de disciplina, eficiencia y eficacia administrativa para dejar el mayor margen de acción posible para quien sea la o el próximo presidente de México.

Hasta ahora se tiene muy poca información de cuál es el cauce que tienen los procesos administrativos y penales que deben haberse iniciado a partir de la revisión de la Cuenta Pública de los últimos años, por parte de la Auditoría Superior de la Federación; pero se tiene noticia de tal nivel de desorden de este gobierno, sobre todo en lo relativo a las asignaciones y contrataciones sin licitación, que no sorprendería que al final del sexenio se tengan numerosos procesos en contra de funcionarias y funcionarios del más alto nivel, lo cual puede complicar severamente el cierre del gobierno y la transición al siguiente, aun cuando fuese del mismo partido político.

Lo mismo puede decirse respecto de la operación de los programas públicos, pues al tratarse de transferencias directas de dinero, el margen de corrupción que se abre es amplísimo, y nada garantiza hasta ahora que los procesos se hayan llevado a cabo con la pulcritud necesaria para garantizar transparencia, eficacia y una adecuada focalización y entrega de los recursos.

Si todo esto funcionó atendiendo la instrucción presidencial de cero tolerancia a la corrupción, tendríamos en ese rubro, ahí sí, un cambio cualitativo y estructural respecto de administraciones previas; pero el problema, una vez más, es que no se tiene toda la información al respecto como para determinar que así es.

Dado que no hay una Secretaría que, de manera visible, esté coordinando técnicamente al Gabinete en esta materia, lo deseable es que el Ejecutivo instruya de inmediato, ya bien a la Secretaría de la Función Pública o a la propia Secretaría de Hacienda, que implementen un tablero de control respecto de las últimas 72 semanas efectivas de gobierno que quedan, determinando qué y cómo se debe hacer para una adecuada rendición de cuentas en el cierre de sexenio.

Dados los indicadores de empleo, crecimiento económico, seguridad pública, salud, alimentación, combate a la pobreza, educación y medio ambiente, por citar sólo los rubros donde mayores promesas se hicieron, muestran que México no está mejor y que en algunos rubros la situación es aún más crítica que al inicio de este gobierno, lo mínimo que están obligados a entregarnos es una administración pública federal en orden, y aprovechar el escaso tiempo que tienen para reorientar acciones y corregir las inmensas desviaciones que parecen tener en diferentes áreas.

Un gobierno funcional es imprescindible para iniciar un buen gobierno. Y por ello, quien llegue a la primera magistratura del país en 2024, requerirá de una estructura orgánica y funcional en marca y lista para implementar las nuevas directrices que habrían de implementarse, y con ello reducir el altísimo costo de aprendizaje que siempre se tiene al inicio de los gobiernos, y la pérdida de meses valiosos para atender las urgencias que tiene nuestro dolorido país.

Desde esta perspectiva, una de las agendas que deberán discutirse una vez que comiencen formalmente las campañas políticas rumbo al 2024, será justamente cuál es la estructura de gobierno que México requiere. Porque en esta administración ya quedó fehacientemente demostrado que ni la buena voluntad ni la lealtad a ciegas ni las buenas intenciones bastan para desarrollar un gobierno profesional y eficaz.

En los 18 meses que le quedan a este gobierno las y los mexicanos merecemos algo más que discursos huecos, odio y rencores desatados. Los problemas que nos aquejan como sociedad son gigantescos y requieren de lo mejor del gobierno para, ahora sí, ponernos en ruta del bienestar y el cumplimiento integral de los derechos humanos. Todo lo demás se irá, como se decía en algunos ámbitos, al basurero de la historia.

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