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Saúl Arellano*

Este 2022, en apego a lo que establecen la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos y la Ley General de Desarrollo Social, el Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), llevó a cabo el levantamiento del Módulo de Condiciones Socioeconómicas (MCS) de la Encuesta Nacional de Ingreso y Gasto en los Hogares (ENGIH), con base en el cual se debe llevar a cabo la medición oficial de la pobreza.

De igual forma, nuestro orden jurídico establece que dicha medición debe ser realizada por el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (CONEVAL), el cual, a más tardar a mediados de año, deberá dar a conocer los resultados de las nuevas estimaciones respecto de la población en condiciones de pobreza y vulnerabilidad por carencia social.

El impacto de la pandemia en las condiciones de vida de las personas fue brutal. En solo dos años, del 2018 al 2020, el número absoluto de personas en pobreza multidimensional creció en poco más de tres millones de personas; y dadas las condiciones de muy bajo crecimiento económico, de precarización laboral y de pobreza laboral, es difícil prever que los resultados sean mejores a lo que se tenía en 2018 en el país, antes de la llegada de la pandemia.

Lo esperable en este tema es, lamentablemente, un debate estéril entre los corifeos del régimen y sus detractores de una oposición que, si algo ha mostrado en los últimos cuatro años, es una incapacidad estructural para construir un proyecto alternativo de nación al que enarbola el auto llamado movimiento de la Cuarta Transformación.

De este modo, el gobierno y su poderoso aparato de propaganda habrán de argumentar que gracias a sus programas sociales la pobreza ha disminuido como nunca; que el PIB debe desaparecer como medida del bienestar; que de manera histórica el gobierno está preocupado auténticamente por los pobres y que la disminución que se ha logrado, sea de la magnitud que sea, es muestra inequívoca de que el camino que se recorre es el mejor posible y que en el futuro habrá de llevarnos a la felicidad de toda la población.

La oposición clamará el rotundo fracaso del gobierno. Los comentarios se orientarán con base en frases trilladas: “en pobreza, nada qué celebrar”, “fracasa el gobierno en lucha contra la pobreza”; y otras frases similares que poco abonarán a una discusión seria en torno a cómo deberíamos construir un nuevo curso de desarrollo centrado en el cumplimiento y garantía universal, integral y progresiva de los derechos económicos, sociales, culturales y ambientales de la población.

Desde ahora, si el presidente de la República quiere ser auténticamente responsable y congruente con su mandato, debería estar revisando a detalle sus programas sociales. Hay que reconocer que aun cuando haya algunos avances, estos serán nuevamente marginales, como ha ocurrido en las últimas décadas, y que el prácticamente nulo crecimiento económico que tendrá nuestro país en su administración constituye un obstáculo y un nuevo retroceso social de magnitudes muy relevantes, pero que aún hay tiempo de modificar lo hecho.

No es un secreto que la oficina de la Presidencia de la República debe tener ya algunos informes preliminares sobre cuáles son los resultados o hacia dónde se orientan. Y en ese sentido, lo que debería estar construyéndose es una propuesta de cierre de gobierno que permita reorientar los recursos de programas que han tenido un mal desempeño, y concentrarse en las mayores urgencias que provocan circunstancias límite de vida para millones de seres humanos. Lo anterior requiere que el gobierno federal reconozca que las prioridades de los dos últimos años deben modificarse para lograr al menos tres cuestiones que, aunque ya se han señalado en varios espacios, es preciso destacarlas como elementales para sentar las bases de un país que garantice vida digna para todas y todos.

La primera de ellas, avanzar hacia la erradicación del hambre. Lo cual no se va a lograr repartiendo miles de millones de pesos concentrados en el subsidio social más regresivo que se ha diseñado en las últimas décadas y que no es otro sino la mal llamada “pensión universal” para personas adultas mayores.

La segunda gran prioridad es garantizar cobertura universal en educación básica, lo cual implica revertir la estrategia de “la escuela es nuestra”, y garantizar una nueva lógica de equipamiento, mantenimiento, recuperación y mejora de la infraestructura escolar, con miras a que en 2024 inicie una reconversión de todas las escuelas primarias hacia esquemas de tiempo completo asociados a programas de asistencia social alimentaria y acciones específicas de salud construidas desde el mandato y perspectiva de la Ley General de los Derechos de las Niñas, Niños y Adolescentes.

Por último, la tercera prioridad es revisar a fondo el esquema de cobertura de salud; garantizar que todas las clínicas cuenten con lo mínimo indispensable, y generar al menos tres programas piloto dirigidos a la construcción de una nueva batería de servicios para: a) dar prioridad al enfoque preventivo de la salud; b) generar una nueva batería de servicios de salud mental; y c) enfrentar decididamente las epidemias de obesidad, diabetes y enfermedades del corazón.

México debe de una vez por todas asumir de manera responsable el debate sobre la pobreza. Y con base en ello, debe construirse una auténtica alianza nacional que permita avanzar hacia un quiebre estructural de la pobreza, y dejar de hacer lo que se ha hecho en los últimos 50 años con resultados catastróficos para millones.

Investigador del PUED-UNAM*

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