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Diario de Chiapas
Si al nacer, el 6 de julio de 1832, en el Palacio de Schönbrunn, en Viena, en el seno de la familia más linajuda de Europa, alguien hubiera predicho que Maximiliano de Habsburgo Lorena iba a morir ejecutado en el improbable, remoto y entonces desolado Cerro de las Campanas, en Querétaro, México, la profecía habría sido descartada como una absoluta locura.
Para el archiduque Maximiliano, el primero en la sucesión al trono del poderoso imperio austrohúngaro mientras su hermano no tuvo descendencia, México debe haber sonado por mucho tiempo como una tierra exótica que, hasta pocos años antes de nacer él, había sido una rica posesión española. Aunque los Habsburgo reinaron en España durante dos siglos —tiempo en el cual se llevó a cabo la conquista y colonización de América—, cabe pensar que, durante gran parte de la vida de Maximiliano, entre él y México no debe haber habido mayor afinidad que la “M” inicial que compartían.
Sin embargo, México estaba trágicamente en su destino, y a México se vio arrastrado por una aventura que acaso no llegó a comprender del todo y en México y por México se enfrentó a un pelotón de fusilamiento cuando sólo tenía 35 años y era —y debe seguirlo siendo hasta la fecha— el hombre más refinado y culto que gobernara este país.
Ya en la adolescencia —y gracias a una rigurosa educación— hablaba seis idiomas, además del alemán nativo y, por auténtica vocación, sus muchas lecturas lo llevaron a convertirse en un precoz bibliófilo y coleccionista de arte, al extremo de endeudarse por la compra de libros y de cuadros. A diferencia de su hermano el emperador, que era retraído y adusto, Maximiliano tenía un carácter simpático y afable.
Después de ser, muy joven aún, Comandante de la Armada Imperial y, por unos dos años, virrey de Lombardía-Venecia hasta que Austria perdió esas posesiones italianas, Maximiliano, sin cargo público y, como pensionado de la casa imperial, se quedó a vivir en Italia: en el castillo de Miramar, que se había hecho construir en Trieste y que compartía con su esposa, Carlota Amalia Sajonia-Coburgo, la imperiosa hija del rey de Bélgica.
Entre tanto, en México, un movimiento conservador, liderado por la Iglesia y por las clases altas, se rebeló contra las reformas liberales del presidente Benito Juárez y, aprovechando que Estados Unidos -donde en ese momento se libraba la guerra de Secesión (1861-1865)- se encontraba impotente para imponer la Doctrina Monroe contra una injerencia extra continental, pidió y obtuvo ayuda inmediata de algunas potencias europeas, sobre todo de Francia. Fue así como cayó la república mexicana y, con apoyo extranjero, se proclamó el segundo imperio mexicano, que de momento contó con gran respaldo, incluso entre las masas campesinas, que son usualmente conservadoras. Para legitimar el nuevo régimen se ideó buscar un príncipe de alguna de las casas reinantes europeas, que fuera católico y que respetara las tradiciones del país. Luego de varios tanteos fallidos y gracias a la intervención de Napoleón III, el Congreso de la Nación le ofreció la corona a Maximiliano y éste la aceptó ante la delegación que fue a visitarlo a su castillo italiano. Entre los delegados había incluso un hijo del prócer independentista José María Morelos.
Maximiliano y Carlota llegaron a México en mayo de 1864 y, aunque el recibimiento en Veracruz fue frío, el emperador resultó de principio inmensamente popular. Contrario a las expectativas de quienes lo invitaran y de Napoleón III, no respondió a la agenda de los conservadores, sino que presidió una gestión liberal en que benefició a los más pobres, al tiempo que emprendía un ambicioso programa de reformas sociales, obras públicas y protección del patrimonio cultural. Pese a que sus enemigos lo vieron como un usurpador, él adoptó en serio su nueva nacionalidad y se impuso cumplir celosamente sus deberes.
Por esa actitud lo abandonaron sus aliados, tanto nacionales como extranjeros; pero el emperador, en lugar de abdicar y regresar a Europa con los franceses, decidió resistir a las fuerzas que, con el apoyo de Estados Unidos, libraban una guerra exitosa para restaurar la república.
Maximiliano se rindió a los juaristas en Querétaro y un consejo de guerra lo condenó a muerte junto con los dos generales que lo acompañaban. Juárez no aceptó las peticiones de clemencia y el emperador enfrentó valientemente a sus ejecutores al tiempo de decir:
-¡Que mi sangre selle las desgracias de mi nueva patria! ¡Viva México!
Era el sábado 19 de junio de 1867.

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