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Eduardo Marceleño García
Durante décadas se repitió que el niño del barril no tenía pasado. Un niño sin familia que llegaba de vez en cuando con hambre, con los codos sucios y de mirada lastimera. El personaje era El Chavo, pero el libreto oficial nunca explicó si se trataba de un apodo, un disfraz o qué exactamente.
En 1995 apareció un libro con tapa blanda titulado El Diario del Chavo del Ocho. En esas páginas, Roberto Gómez Bolaños escribió que su personaje se llamaba Rodolfo Pietro Filiberto Raffaelo Guglielmi. El dato parecía un pasaporte falso, nunca se validó por contrato ni por documento alguno. De hecho, la propia editorial advertía que no había que tomarlo demasiado en serio.
El mismo diario narraba que El Chavo quedó abandonado en una guardería. Tenía cuatro años y una libreta que nadie revisó. Lo transfirieron a un orfanato. Después, un día cualquiera, se fugó. Caminó hasta la vecindad y se metió a un departamento vacío. Era el número 8. Desde entonces le llamaron “El Chavo del 8”.
En 2016, la Fundación Chespirito publicó un comunicado breve: “El Chavo, como personaje, es huérfano y su nombre es desconocido. Cualquier dato distinto carece de sustento legal”.
Ahí quedó, al menos en la letra.
