Marco A. Orozco Zuarth
Rosario Castellanos no escribió desde el privilegio, ni desde la comodidad de la indiferencia.
Su obra nace de una herida histórica y de una conciencia lúcida, tejida con las fibras de la injusticia, la exclusión y el silencio. En ella, el lenguaje no es adorno ni artificio, sino un arma crítica, una forma de iluminar el baldío -ese terreno entre lo que fue y lo que debería ser- y devolverle la voz a quienes fueron relegados al margen: mujeres, indígenas, niñas, pueblos enteros.
Su literatura no sólo narra: interroga.
Desde Balún Canán hasta Ciudad Real, pasando por la poesía y el ensayo, Castellanos despliega una mirada que abraza lo íntimo y lo colectivo. Su voz se alza desde la espesura de Comitán, donde aprendió que las jerarquías no eran abstractas, sino reales y feroces.
En sus letras resuenan los recuerdos de una infancia observadora y de una adultez comprometida. Denuncia el patriarcado sin victimismo, el racismo sin concesiones, y los sistemas de poder con una lucidez que aún incomoda.
A cien años de su nacimiento, Castellanos sigue ardiendo en las palabras que nos dejó: no como llama decorativa, sino como fuego necesario.