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Guillermo Appendino
El Trébol, Argentina
La belleza de aspecto físico, la de percepción visual o táctil, donde juegan entre otros factores la proporcionalidad, simetría y armonía, es una de las tantas artes de Dios y, lejos de desestimarla, debe ser valorada y contemplada como una de las grandes maravillas de la existencia, hasta en el más diminuto insecto.
Esta tiene diferentes funciones, como generar el magnetismo de atracción, producir emociones positivas, originar placer visual, despertar sentimientos, inspirar, intensificar la conservación de la especie, entre muchas otras.
A pesar de todo lo dicho, advierto que así como esta ilumina, en muchos casos también deslumbra, no permitiendo ver con claridad o cegando por prolongados tiempos.
Sospecho que la alucinación que nos provoca un hermoso atardecer de verano, a la vez no nos está dejando ver las infinitas profundidades del cosmos con sus miles de estrellas y galaxias que hay detrás. O al observar una persona físicamente atractiva, esa fascinación lleva a desviar en el observador la atención a lo verdaderamente importante de aquel ser: las cualidades de su alma.
Hay que aprender a no hipnotizarse ante nuestra programación instintiva, que nos genera conductas de intensa atracción al avistar belleza física.
Nietzsche decía que la moral tiene criterios estéticos: si matas a una cucaracha eres un héroe, si matas una mariposa eres malo.
Existe algo superior, a otro nivel de las superficies y aspectos, donde la seducción de la belleza estética pierde definitivamente su poder. En aquel lugar, las personas se califican por las actitudes y capacidades afectivas y su rango no depende de modelados.
La primacía del alma ante el cuerpo, de lo espiritual ante la materia, de la calidad humana ante las apariencias. Vincularse a través del sentir con aquello invisible que hay en nosotros mismos y en los demás, que supera nuestro entendimiento.
Suena raro, pero para ver las esencias hay que abstraerse de las formas, de las configuraciones y observar los movimientos, las acciones, oír las voces y todo aquello que sea función del espíritu. Luego, una vez las cosas claras, admirar su belleza.

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