Alto Mando
Miguel Ángel Godínez García
Hace apenas unos días, el presidente de Colombia, Gustavo Petro, admitió que ex militares de su país, incluso elementos en activo, se estaban reclutando como mercenarios con los principales cárteles del narcotráfico en México.
Petro reconoció esta situación al informar sobre la detención de 11 colombianos en México, presuntamente involucrados en la explosión de una mina antipersonal que causó la muerte de ocho elementos de la Guardia Nacional en Michoacán.
“La exportación de personal militar hacia conflictos armados extranjeros se ha convertido en una amenaza regional”, advirtió el mandatario colombiano, quien anunció una iniciativa legislativa para impedir que militares colombianos participen como mercenarios en guerras ajenas.
Ya antes, fuentes de inteligencia y exoficiales colombianos señalaron lo que se comentó en este espacio, que el Cártel de Jalisco Nueva Generación (CJNG) y facciones del Cártel de Sinaloa, estaban incorporando a sus filas a decenas de exintegrantes del Ejército colombiano, muchos de ellos con experiencia en combate urbano, manejo de explosivos, francotiradores, guías caninos y operadores de drones armados. También se ha documentado la presencia de desertores de grupos insurgentes como el ELN y las disueltas FARC.
De acuerdo con las fuentes colombianas, cada año se retiran de las Fuerzas Militares unos 10,500 efectivos, muchos de los cuales reciben pensiones mensuales de entre 330 y 800 dólares y en cambio, los cárteles mexicanos les ofrecen entre cinco y siete veces más.
El fenómeno no es nuevo. Ex militares colombianos han sido vinculados en los últimos años a conflictos en Ucrania, Yemen, Sudán, Afganistán e Irak. Lo alarmante es que esa experiencia letal ahora está al servicio de los cárteles mexicanos. Grupos como el CJNG ya han mostrado un alto grado de sofisticación táctica y armamentista; ahora, con entrenamiento militar extranjero, avanzan hacia la formación de verdaderos ejércitos privados.
Frente a esta amenaza, el papel del Estado mexicano y sus estrategias de seguridad han sido cuestionables. Tan solo en el sexenio de López Obrador, su gobierno fue omiso y hasta permisivo con grupos criminales, además de que maniató a las Fuerzas Armadas. Sheinbaum por su parte, ha pretendido soltar más al Ejército mexicano, pero ante esta reestructuración de los cárteles, la Defensa se encuentra en un dilema: actuar con fuerza total —como si se tratara de una guerra regular— o redefinir su estrategia con base en inteligencia, contención quirúrgica y desmantelamiento de redes logísticas del narcotráfico. Ambas rutas tienen riesgos, pero la primera lleva directamente a una espiral de violencia sin control y con alto costo en vidas civiles.
Una confrontación directa como si se tratara de una guerra entre Estados sería un error táctico y político, porque no hay una frontera clara, ni un enemigo uniformado, ni reglas de combate que impidan que los daños colaterales —incluidos abusos y violaciones a derechos humanos— se multipliquen.
La alternativa más sensata, aunque más compleja, es apostar por inteligencia militar real: infiltración de redes, seguimiento de recursos, intercepción de tecnología, vigilancia de rutas y, sobre todo, colaboración internacional que ataque el problema desde la raíz del financiamiento y el tráfico de armas. Eso implica algo que ningún gobierno ha querido asumir de frente: desmilitarizar el enfoque de seguridad y profesionalizar las tareas de inteligencia, dejando atrás la falsa dicotomía de Ejército vs. narco.
El gobierno de Claudia Sheinbaum no puede seguir con la inercia del “abrazos, no balazos”, ni tampoco con la militarización sin rumbo. Está en una encrucijada: o apuesta por construir una estrategia de seguridad eficaz, o perpetúa un modelo que ha fracasado. El Estado mexicano debe demostrar su fuerza y no sobrecargar al Ejército con tareas mientras los cárteles se preparan para la guerra. El Estado no puede ser derrotado aun cuando el enemigo se está profesionalizando.
El domingo por la tarde, un enfrentamiento entre elementos del Grupo de Reacción Inmediata Pakal —unidad élite de la policía estatal de Chiapas— y un grupo armado derivó en una sorpresiva incursión en territorio guatemalteco, específicamente en la comunidad de La Mesilla, departamento de Huehuetenango. El saldo: cuatro presuntos delincuentes abatidos.
¿Se violó la soberanía guatemalteca? Todo indica que sí. Los agentes chiapanecos habrían perseguido a los sospechosos más allá de la línea fronteriza, lo que podría generar tensiones diplomáticas. Sin embargo, este hecho también revela la congruencia del discurso y acción del gobernador Eduardo Ramírez Aguilar, quien está decidido a confrontar al crimen organizado sin titubeos, incluso al costo de incomodar a una nación vecina.
El mensaje es claro: en Chiapas, la administración estatal no está dispuesta a seguir permitiendo que los grupos criminales sigan utilizando la frontera como escudo y centro de operaciones.