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Divertimentos con ChatGPT II: yo, el otro

Edgardo Bermejo Mora

Sin proponérselo, ChatGPT -que es capaz, como lo vimos en la entrega anterior, de escribir un poema sobre el tiempo a la manera de Borges- me regaló una trama propia de un relato del argentino.

Se trata, como ya he dicho, de un resultado involuntario, de un error aparente de la inteligencia artificial, o acaso de algo más siniestro. ¿Me puso ChatGPT frente a un espejo imposible que refleja un rincón oblicuo del metaverso? ¿Me develó una realidad que transcurre en algún plano paralelo del laberinto, en un callejón de la historia donde el tiempo y la realidad se han alterado? No lo sé, pero de acuerdo con el robot yo podría ser quien soy sin serlo… y ya estoy muerto.

Me explico. Le pedí al oráculo mayor de nuestro tiempo la más elemental de las tareas y le hice la más vanidosa de las consultas: le pregunté por mí. “Escribe -le dije- una semblanza biográfica breve de Edgardo Bermejo Mora”. Esto me respondió:

“Edgardo Bermejo Mora (1929-2004) fue un escritor y diplomático venezolano. Nació en Caracas, Venezuela, y estudió literatura en la Universidad Central de Venezuela. Bermejo Mora fue conocido por su trabajo literario, especialmente su poesía. Entre sus obras literarias destacan «Tránsito de la noche» (1952), «La voz de los otros» (1956) y). También publicó ensayos y artículos sobre literatura y cultura en periódicos y revistas venezolanas.

Además de su carrera literaria, Bermejo Mora se desempeñó como diplomático para Venezuela. Sirvió en la Embajada de Venezuela en Washington D.C. y en la Embajada de Venezuela en España, entre otros cargos diplomáticos. Bermejo Mora falleció en Caracas en 2004 a la edad de 75 años”.

Salvo el nombre completo y mis oficios, el resto de la información es incorrecta. Si bien es justo afirmar que soy escritor y he tenido cargos diplomáticos, ciertamente no soy venezolano, ni poeta, ni publiqué los títulos que me atribuye (o mejor dicho que le atribuye al otro yo). Estudié en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM, no en la Universidad Central de Venezuela. No fui destinado a España o Estados Unidos en misiones diplomáticas, pero sí a China y a Dinamarca. Sobre todo, y hasta donde alcanzo a entender, sostengo sin vanas pretensiones ni asomo de inmodestia que estoy vivo.

Pensé en un principio que podría tratarse de un homónimo extremo, otro Edgardo Bermejo Mora con una vida pre bolivariana paralela y parecida a la mía. Recordé entonces que gracias a Facebook hace tiempo descubrí que circulan al menos una veintena de Edgardos Bermejos por el mundo: en México, Perú, Argentina, Estados Unidos y Filipinas.

Pasé entonces de ChatGPT a Google para comprobar si acaso quedaba registro en Internet de mi meta-tocayo, el poeta y diplomático venezolano fallecido en 2004. No encontré absolutamente nada que pudiera coincidir con la semblanza que escribió el robot. Nada siquiera que se le aproxime.

Una de tres, concluí, o mi nombre le hizo corto circuito al sistema, o el poeta caraqueño no existe, o soy yo quien no goza de tal privilegio. Tal vez soy la falsa información que generó en otro plano de la realidad una inteligencia artificial consultada por los nietos del poeta y diplomático venezolano Edgardo Bermejo Mora. ¿Es él mi verdadero yo? Debí exclamar entonces: ¡En la Matrix!

¿Yo soy el otro o el otro es yo? A Borges le fascinaba el tema. En un relato brevísimo así lo expuso:

“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas. Yo camino por Buenos Aires y me demoro, acaso ya mecánicamente, para mirar el arco de un zaguán y la puerta cancel; de Borges tengo noticias por el correo y veo su nombre en una terna de profesores o en un diccionario biográfico. Me gustan los relojes de arena, los mapas, la tipografía del siglo XVIII, las etimologías, el sabor del café y la prosa de Stevenson; el otro comparte esas preferencias, pero de un modo vanidoso que las convierte en atributos de un actor. Sería exagerado afirmar que nuestra relación es hostil; yo vivo, yo me dejo vivir, para que Borges pueda tramar su literatura y esa literatura me justifica. Nada me cuesta confesar que ha logrado ciertas páginas válidas, pero esas páginas no me pueden salvar, quizá porque lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición. Por lo demás, yo estoy destinado a perderme, definitivamente, y sólo algún instante de mí podrá sobrevivir en el otro. Poco a poco voy cediéndole todo, aunque me consta su perversa costumbre de falsear y magnificar. Spinoza entendió que todas las cosas quieren perseverar en su ser; la piedra eternamente quiere ser piedra y el tigre un tigre. Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero me reconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueo de una guitarra. Hace años yo traté de librarme de él y pase de las mitologías del arrabal a los juegos con el tiempo y con el infinito, pero esos juegos son de Borges ahora y tendré que idear otras cosas. Así mi vida es una fuga y todo lo pierdo y todo es del olvido, o del otro. No sé cuál de los dos escribe esta página”.

Yo tampoco lo sé.

Un verso célebre de Luis Cernuda me ayuda a concluir: “Tú justificas mi existencia, si no te conozco no he vivido; si muero sin conocerte, no muero, porque no he vivido”.

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