• Spotify
  • Mapa Covid19

Edgardo Bermejo Mora

Salman Rushdie nació en 1947 en el puerto de Bombay, la capital mundial de los contrastes. Coincide su nacimiento con la consumación de la independencia de India tras los siglos del colonialismo británico. De familia musulmana, a los 14 años Rushdie viajó a Inglaterra y diez años después se graduó como historiador en Cambridge y obtuvo la plena ciudadanía inglesa.

42 años después de que siendo un joven historiador recién graduado recibiera el Booker Prize por su primera novela, Los hijos de la noche, el odio, el fanatismo y la violencia finalmente pusieron por primera vez en serio riesgo su vida.

No es un dato menor: es una herencia fatal del siglo XX que pasó intacta a nuestro siglo. Más de treinta años de vivir bajo la protección de los servicios de inteligencia británicos, de esconderse y vivir amenazado de muerte, cuando creíamos que era un asunto casi olvidado, el puñal artero de un joven que no había nacido cuando Rushdie fue declarado enemigo de muerte para el Islam de los Ayatolas iraníes, estuvo a punto de cegarle la vida.

En medio de una nueva ola de violencia y fanatismo en el mundo de la post pandemia, la obra de Rushdie sigue siendo perturbadora y rabiosamente contemporánea. Representa, además, un emblema de la libertad intelectual frente a la opresión de la intolerancia religiosa.

No le faltaba razón a Julian Barnes cuando señaló hace más de un lustro que la obra de Salman Rushdie se decanta con todas su letras en un par de títulos: Hijos de la medianoche, novela aparecida en 1980 y en realidad su primera publicación significativa y El último suspiro del moro, grueso volumen de 500 páginas cuya edición en español se la debemos a Plaza y Janés , en donde aparece un narrador maduro que construye un verdadero mosaico de culturas e identidades bicéfalas, costumbres arraigadas y renovadas, lenguajes, climas y tradiciones mestizadas como la lectura total de su condición indio europea, a partir de la saga de los Zogoiby: una familia árabe andaluza emigrada al occidente de la India.

Entre estos dos puentes culminantes aparece una obra que en un momento parecía repetirse a sí misma bajo un esquema que al principio pudo resultar atractivo, pero que con el tiempo amenazaba con agotarse hasta que un nuevo giro en su obra, ya más de espaldas a la tentación del realismo exotista a la manera del boom latinoamericano, devino en su propia renovación y en la construcción de la considero la mayor lectura novelada de los últimos tiempos sobre el tema de la violencia y el fanatismo: Shalimar el payaso. Rushdie goza además del privilegio de pertenecer a una relativamente nueva tradición literaria que se impuso en el mundo en el último cuarto del siglo: la de los autores anglófonos que escriben la literatura inglesa fuera del ámbito insular que la resguardó por siglos, y al mismo tiempo de hacerlo desde su condición británica como miembros destacado de esa gran generación de las letras británicas que surgió en la década de los ochenta de la mano de Martin Amis, Ian McEwan, Julian Barnes y Kazuo Ishiguro.

Junto con esta gran generación de autores británico que hoy se mantiene productiva y en plena madurez literaria, una porción significativa de la mejor literatura en inglés se escribe en las variantes del idioma fuera de la isla madre y ha sido merecedora en varias ocasiones del premio Nobel: Nadine Gordimer en Sudáfrica, Wole Soyinka en Nigeria, y Derek Walkott en el Caribe. Con ellos, Rushdhie abraza a una tradición literaria de la que también forman parte escritores como la canadiense Margaret Atwood, el sudafricano J.M. Coetzee; el nigeriano Ben Okri; y el caribeño V.S Naipul.

Una literatura escrita entre las grietas dejadas por el colonialismo imperial, es natural que encontrara un abismo en una de las zonas más sísmicas de la confrontación cultural entre Oriente y Occidente: los territorios del fundamentalismo islámico. Ahí, en una de esas grietas, cayó en desgracia un autor que ha pasado una buena parte de su vida escondiéndose de sus enemigos, y que probablemente deba seguir el resto de su vida bajo medidas de seguridad.

Y curiosamente Los versos Satánicos (1989), motivo de la persecución que padeció su autor, no es la mejor de sus obras. En ella, más allá del famoso capítulo cuarto titulado «Ayesha» -nombre de la más importante esposa de Mahoma- que le valió la condenación del Ayatola Khomeini, aparece de nuevo el tema rector en la obra de Rushdie: el choque cultural, en este caso de los inmigrantes indios en Inglaterra, representados por un galán del cine hindú y un sabio autodidacta que se obnubila ante la cultura inglesa.

Ambos caen desde las alturas en una playa inglesa tras una catástrofe en el Canal de la Mancha producida por la explosión de un reactor nuclear. Quien busque en ella el morbo de un texto herético y apóstata se llevará una decepción, es una novela que camina lento, plagada de referencias intertextuales y poco digeribles a la hora de su lectura. El Rushdie genial está en otro lado. Hirieron su cuerpo, no su mente, ni su obra, ni su vida, que sigue entre nosotros.    

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *