De velos y pañuelos: Irán, el Islam y Occidente

(III ULTIMA PARTE)

Federico Mare

Hasta aquí hablamos de la obligatoriedad del hiyab y el velo integral –jurídica o consuetudinaria– dentro del mundo islámico: Irán, Arabia Saudita, etc. Pero, ¿qué hay de su prohibición total o parcial en algunos países europeos o en algunas zonas del Indostán? Se trata de una cuestión sumamente compleja, espinosa. Por lo pronto, conviene marcar una clara distinción entre el simple pañuelo en el cabello y el burka o niqab. Nuestra respuesta al interrogante formulado será, pues, diferenciada, con matices.

Prohibir el hiyab en los espacios públicos, como han hecho varios países no musulmanes, parece ser algo excesivo e injustificado. Muchas mujeres árabes o musulmanas que migraron a Europa o el Indostán –regiones donde predominan el cristianismo, el hinduismo y el budismo– usan el pañuelo con libertad, como un atuendo más bien étnico que religioso, sin reproducir necesariamente esquemas patriarcales de pensamiento y conducta. El pañuelo no les dificulta caminar, ni trabajar, ni hacer actividades físicas, como tampoco a las occidentales o indias les resulta engorroso, en su vida cotidiana, vestir un sombrero o un sari (no podría decirse lo mismo de los zapatos de tacón, mandato sexista de belleza del que los varones occidentales nunca hablamos, y que resulta más retrógrado y dañino para la salud femenina que el hiyab, que solo adquiere estos atributos negativos en contextos de uso obligatorio).

Por supuesto que en Europa y la India hay mujeres árabes o musulmanas que usan el hiyab debido a la presión gregaria de sus familias y comunidades (temor a los castigos, a las golpizas domésticas, a la vergüenza, a la ignominia, a la condena eterna de Alá, etc.), o porque fueron criadas en hogares conservadores donde absorbieron y naturalizaron el rancio precepto moral machista del namus. El presunto «consentimiento» –tácito o expreso– de la víctima siempre es un pésimo argumento para justificar la opresión, por la incidencia del mentado «síndrome de Estocolmo» (permítaseme la metáfora). Tomar conciencia y coraje para rebelarse contra los mandatos familiares y comunitarios siempre es difícil, sobre todo cuando esos mandatos tradicionales tienen una legitimidad religiosa, el aura de lo sagrado.

Así y todo, lo cierto es que también existen mujeres árabes o musulmanas de la diáspora que usan el hiyab en un sentido étnico-secular. Se ha dado, incluso, un fenómeno paradojal: mujeres inmigrantes, o descendientes de inmigrantes, que empezaron o volvieron a usar asiduamente el hiyab (nunca lo habían utilizado o lo habían dejado de utilizar hace tiempo, o solo lo habían utilizado esporádicamente y sin darle mayor importancia) como un acto político de desafío o rebeldía, cansadas y enojadas por la discriminación que sufrían en la diáspora: xenofobia, racismo, islamofobia. El pañuelo en la cabeza se volvió un símbolo de resistencia cultural, de orgullo étnico, frente a una población nativa intolerante, prejuiciosa u hostil. Este uso del hiyab, por lo demás, no excluye la perspectiva de género. Hay jóvenes feministas que usan el pañuelo con total naturalidad, sin sentirse avergonzadas ni conflictuadas.

Sin embargo, esta reacción identitarista no debe ser romantizada. Por lo general, está disociada de la conciencia de clase anticapitalista. No solo eso: tiende a impedir que aparezca o se desarrolle. Incluso, conlleva el riesgo de derivas religiosas fundamentalistas. Es sabido que el radicalismo islámico y sus organizaciones terroristas o yihadistas reclutan sus miembros entre los hijos e hijas de inmigrantes musulmanes –de África o Asia– que sienten un profundo resentimiento hacia Occidente, debido a la marginalidad, la pobreza, el desempleo, la discriminación, el hostigamiento policial, etc. El caso de Francia es particularmente notable, pero en otros países europeos ha ocurrido algo similar, como en Suecia (lo que se aprecia muy bien en la serie de TV Kalifat, de Goran Kapetanović, que aprovecho para recomendar encarecidamente).

Prohibir el hiyab, de por sí cuestionable desde un punto de vista ético, resulta también problemático desde un punto de vista político, por los efectos no deseados o consecuencias colaterales que provoca esa discriminación tan odiosa: dar pábulo al fundamentalismo islámico y el terrorismo yihadista, por la vía del identitarismo étnico-religioso. Francia cometió un grave atropello y error cuando prohibió en las escuelas públicas el uso del hiyab, en nombre de la laicidad. La laicidad es un aspecto medular de la democracia y los derechos humanos, pero un pañuelo en el cabello no necesariamente es una práctica religiosa… Además, la laicidad escolar –ausencia de religión– es una exigencia para el estado y sus agentes, no para quienes asisten a las instituciones públicas como estudiantes. Un crucifijo exhibido en la pared del aula o en el cuello de una maestra viola la laicidad porque tiene carácter oficial u oficioso, no así el que lleva un alumno, porque allí se trata de un símbolo privado o particular, que no representa al estado. Las autoridades francesas, con arrogancia eurocéntrica, se negaron a ver en el hiyab un atuendo étnico de las minorías inmigrantes. Decidieron convertirlo en el símbolo del «aluvión machista musulmán», igual que el burkini en los balnearios de la Costa Azul. En pocas palabras, islamofobia disfrazada de laicismo y feminismo.

Las consecuencias de esta política están a la vista: los sectores más fundamentalistas y violentos del islam europeo hicieron su agosto. Frente a la discriminación y opresión del Occidente blanco y cristiano, frente al racismo antiinmigración y la islamofobia, el camino seguido fue el de una vuelta identitarista a la etnicidad árabe ancestral y/o la fe musulmana ortodoxa (aunque esa ancestralidad y esa ortodoxia fuesen a menudo dudosas, más imaginarias que reales). ¿Lucha de clases, socialismo e internacionalismo? No, thanks… ¿Choque de civilizaciones, guerra santa y terrorismo? Welcome!

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Pero, ¿qué hay de la prohibición o restricción parcial de usar el burka o el niqab –en espacios públicos– que rige en algunos países de Europa (Francia, Bélgica, Países Bajos, Dinamarca, Suiza, Austria, Bulgaria) y partes del Indostán (especialmente al sur, como Karnataka y Sri Lanka), o incluso en repúblicas árabes –o de mayoría musulmana– relativamente secularizadas como Argelia, Túnez, Egipto, Chad, Senegal, Turquía, Uzbekistán y Tayikistán? Aquí la cosa se complica.

El uso del velo integral, ya sea por disposición legal del estado o por mandato consuetudinario-religioso de la familia o la comunidad, resulta inaceptable en una democracia moderna –occidental o no– donde las libertades individuales, la laicidad y la igualdad de género representan algo más que flatus vocis. Ahora bien: la izquierda y el feminismo no debieran apoyar ninguna solución autoritaria o paternalista. El punitivismo no es el camino. Se debe desalentar el burka y el niqab en los espacios públicos (escuelas, hospitales, calles, plazas, balnearios, etc.), pero nunca coaccionando, penalizando, criminalizando, estigmatizando, segregando a las mujeres musulmanas, inmigrantes o hijas de inmigrantes. Ellas son víctimas, no enemigas. Jamás tenemos que revictimizarlas, haciéndole el juego a la derecha burguesa xenofóbica, racista e islamofóbica que campea en Occidente, lobo feroz que ha aprendido astutamente a disimular sus prejuicios, su intolerancia y su odio con la piel de cordero del purplewashing.

¿Qué hacer, entonces? Apostar por una acción territorial persuasiva a largo plazo entre las colectividades inmigrantes musulmanas, basada en la educación pública, el trabajo social y la psicología comunitaria. Todo ello, desde luego, con perspectiva laica, intercultural y no sexista, teniendo como eje a los derechos humanos. Que sean las autoridades religiosas y patriarcales de la diáspora islámica (padres, maridos, imanes, ulemas, jeques, etc.) las que sientan la presión anti-velo, no las mujeres ni las niñas. Algo parecido, por buscar una analogía, a lo que muchas feministas abolicionistas plantean en relación a la prostitución: sancionar al proxeneta, al cliente prostibulario, al policía o juez cómplices de la trata y el proxenetismo, no a la mujer en situación de esclavitud y/o prostitución. En el caso de la lucha contra el burka y el niqab, no se trata de practicar ningún punitivismo carcelario, sino de, llegado el caso extremo (si la reluctancia patriarcal es muy prolongada o reincidente), hacer amonestaciones o aplicar sanciones leves como multas o tareas comunitarias. Pero, sobre todo, apelando a la educación, a la visibilización, a la sensibilización, a la concientización…

Por supuesto que, en el marco de una sociedad capitalista signada por la desigualdad de clases, existen límites objetivos considerables al potencial transformador de la pedagogía escolar, el trabajo social y la psicología comunitaria. La vigencia del patriarcado y el tradicionalismo religioso entre las masas inmigrantes musulmanas se explica, también, por ciertas condiciones socioeconómicas estructurales: clandestinidad de la migración informal, precarización laboral, desempleo, pobreza, marginalidad, falta de oportunidades, segregación en guetos, carencia de ciudadanía, estratificación educativa y sanitaria, etc. De ahí que la única solución profunda –completa y duradera– al problema del burka y el niqab pase por un feminismo internacionalista laico –intercultural pero no decolonial, antiimperialista y antieurocéntrico, pero no campista ni antioccidentalista– firmemente vinculado al socialismo revolucionario.

¿Y el hiyab? Solo resulta sexista y condenable cuando se trata de una imposición, como en Irán. No cuando se trata de una libre elección, como entre las inmigrantes árabes o musulmanas –feministas o no– que reaccionan contra la islamofobia y el racismo de Occidente recuperando un atuendo étnico en clave de rebeldía política. Separemos la paja del trigo. Sepamos tener coherencia intelectual y mesura crítica en nuestras luchas por la libertad, la igualdad y la justicia.

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