De velos y pañuelos: Irán, el Islam y Occidente

(II PARTE)

Federico Mare

En estas últimas horas, en medio de la fiebre mundialista de Catar, se difundió la noticia de que el futbolista iraní Amir Nasr-Azadani habría sido condenado a la horca –o al menos arrestado, procesado y enviado a juicio– por su apoyo a las protestas, bajo el cargo de «enemistad con Dios» o «traición a la patria» (la información es confusa y se sospecha de autoinculpación bajo amenazas y tortura). En paralelo, el gobierno iraní anunció que disolverá la Policía de la Moral, medida concesiva que busca descomprimir un poco la situación interna del país. Sin embargo, no hay ningún indicio –por ahora– de que el régimen islámico vaya a derogar o flexibilizar el código de vestimenta y las otras normas sexistas que oprimen y soliviantan a las mujeres.

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El uso obligatorio del hiyab, ya sea por coerción legal del estado o presión consuetudinaria de la familia o la comunidad, atenta de modo flagrante contra la libertad de las mujeres, la igualdad de género y la civilidad laica. Es una opresión patriarcal y religiosa a todas luces incompatible con el modus vivendi democrático. Hablar de República Islámica de Irán constituye una contradicción en los términos. Si el islam es reconocido como religión oficial, la res publica se vuelve una frase hueca.

Que Irán esté enemistado con Estados Unidos, no es razón para avalar sus leyes y prácticas sexistas. Evitemos el esquematismo binario de las izquierdas campistas… El antiimperialismo no lo justifica todo. El principio «los enemigos de mis enemigos son mis amigos» es una falacia burda. Hacer la vista gorda ante el sexismo del régimen iraní –o peor, tratar de lavarle la cara con sofisterías de relativismo cultural en nombre de la necesaria crítica al eurocentrismo– representa el peor de los caminos. Máxime si se tiene en cuenta que Irán ni siquiera es un ejemplo de socialismo burocratizado como Cuba o Corea del Norte. Su economía es claramente capitalista, con elementos estatizantes, pero capitalista al fin de cuentas.

La izquierda y el feminismo deben, por ende, condenar sin atenuantes la opresión machista y misógina que sufren las mujeres en Irán, sin olvidar condenar el sexismo que todavía existe en Occidente. Desde luego que hay diferencias de grado importantes entre uno y otro machismo. En los países occidentales, por lo general, la situación de las mujeres es mucho mejor –o no tan mala, cuanto menos– como en Irán y otros países asiáticos o africanos donde rige el fundamentalismo religioso. Resulta obvio que Suecia u Holanda presentan niveles de sexismo sensiblemente más bajos que Irán o Arabia Saudita (firme aliada de EE.UU. en Medio Oriente, a diferencia de Irán), o que la India o el Japón (que no son parte del mundo islámico), aunque cierto feminismo decolonial prefiera imaginar –sin ningún rigor sociológico e histórico y sin ningún sentido crítico– que el machismo existe en todas partes con igual intensidad, o incluso que Occidente es la civilización creadora y propagadora del patriarcado en un mundo que supo ser idílicamente igualitario hasta la irrupción del colonialismo europeo en la denostada modernidad.

Ahora bien: que en los países occidentales el grado de sexismo sea comparativamente más bajo (en gran medida –no lo olvidemos– gracias al perseverante activismo de las propias mujeres, el cual ha tenido varias olas desde fines del siglo XIX), no significa que deba ser aceptado o tolerado. La izquierda y el feminismo deben seguir luchando contra él en todas partes, en todos los continentes y en todas las culturas, fuera y dentro de Occidente. No debe haber lugar para ninguna doble vara motivada por prejuicios eurocéntricos u occidentalistas, ya sean conscientes o inconscientes. Menos admisible aún es que la izquierda y el feminismo sean furgón de cola del imperialismo occidental. Por desgracia, esto sucede en algunos casos… Feministas blancas de Norteamérica o Europa –liberales especialmente, pero no solo– que se rasgan las vestiduras ante lo que ocurre en Irán, pero no ante lo que ocurre en sus propias naciones «ejemplarmente» democráticas, o en países orientales que (pienso nuevamente en Arabia Saudita) son aliados estratégicos en el maquiavélico tablero de la geopolítica global.

Coherencia es lo que se necesita. Y cuando no la hay, la solución no pasa por escuchar los cantos de sirena del campismo anti-yanqui o del relativismo decolonial, sino por redoblar los esfuerzos del pensamiento crítico que la izquierda y el feminismo laicos han sabido honrar en muchas ocasiones, desde que comprendieron y asumieron que las conquistas y promesas de la Ilustración resultaban insuficientes.

En síntesis: la solidaridad internacional con las mujeres iraníes en pie de lucha debe ser plena y firme, pero sin desentenderse hipócritamente de la militancia contra el imperialismo, el racismo y el eurocentrismo, ni tampoco del activismo contra las rémoras machistas que todavía ensombrecen la vida económica, social, cultural y política en Occidente. Sumemos otro frente de lucha, el más importante de todos, a mi entender: el combate socialista revolucionario contra la opresión capitalista, la madre del borrego.

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Lo dicho hasta aquí en relación al hiyab coercitivo en Irán vale también –huelga aclararlo– para el velo integral de uso obligatorio en otros países del mundo islámico como Arabia Saudita o Afganistán. Me refiero al burka, el niqab y atuendos similares, que cubren todo el rostro y el cuerpo. Aunque muchas feministas liberales de Occidente parezcan haberlo olvidado, el burka y el niqab son prendas muchísimo más sexistas que el hiyab, que solo oculta el cabello. Pero claro, eso no le interesa al Tío Sam… Al Tío Sam le preocupa únicamente el hiyab en Irán… De tal modo, el humillante y medieval niqab que varios déspotas prooccidentales del Golfo Pérsico exigen a sus súbditas que usen, no representa ningún problema, siempre y cuando tales monarcas o jeques estén alineados con Washington y mantengan su política aperturista en concesiones petroleras…

Lanzar ruidosas campañas internacionales contra el uso obligatorio del hiyab en Irán, pero no contra el niqab o el burka en el resto del mundo islámico, es otra muestra despreciable de doble estándar o doble rasero. Con un agravante: el niqab y el burka, por sus características, son prendas fuertemente sexistas y opresivas, algo que no necesariamente podría decirse del hiyab. El pañuelo en el cabello es un atuendo étnico que ha experimentado, en no pocos casos, un proceso de resignificación secular. No vela el rostro. No impide ni dificulta moverse con soltura ni practicar actividades físicas. Muchas mujeres árabes y/o musulmanas que migraron a países occidentales, han mantenido la costumbre de usarlo. A veces, es cierto, eso se debe a la presión familiar o comunitaria (algo que las feministas decoloniales pocas veces recuerdan). Pero en otros casos, se trata de una elección bastante libre, no exenta en ciertas ocasiones de una carga simbólica política: revindicar con orgullo y rebeldía –desde la experiencia del desarraigo y la diáspora– la etnicidad árabe, la piel morena o la fe islámica en contextos intolerantes o discriminatorios (xenofobia, racismo, islamofobia). Una etnicidad árabe, piel morena o fe islámica que, a menudo, se superponen con la condición de clase: no descubro la pólvora si digo que la inmensa mayoría de las personas árabes o musulmanas que hay en Europa occidental –inmigrantes de origen magrebí, turco, sirio, pakistaní, etc.– constituyen la columna vertebral del proletariado precarizado (trabajadores manuales e informales de baja cualificación, con magros salarios y escasos derechos laborales).

Está claro, pues, que el problema sexista con el hiyab es su obligatoriedad legal o consuetudinaria, no la prenda per se. Harina de otro costal son los atuendos con velo integral, verdaderas cárceles de tela ambulantes con efectos adversos para la salud (por ej., déficit de vitamina D por falta de exposición de la piel a la luz ultravioleta y problemas de obesidad por dificultades o renuencia a la hora de practicar deportes). Las implicaciones patriarcales-religiosas del burka, el niqab y prendas afines que ocultan el rostro femenino (batula, yasmak, etc.) resultan más que evidentes, independientemente de que su observancia no esté estipulada por la legislación, como en los países occidentales o en estados musulmanes relativamente secularizados. Negar esas implicaciones sería un acto de necedad u obcecación dogmáticas. El burka y el niqab están estrechamente asociados al precepto del namus o «decencia», que hunde sus raíces en la moral religiosa del islam, aunque el Corán no prescriba taxativamente la utilización del velo integral (la tradición islámica no se reduce a la literalidad de su mayor libro sagrado, pues existen otras fuentes, tanto escritas como orales; amén de diversas interpretaciones y normas jurídicas que han quedado adosadas al corpus de la ortodoxia). La mujer debe ser «recatada» en público, para no deshonrar a su padre, a su marido y al resto de su familia. El código de vestimenta y conducta para los varones es mucho menos severo que para las mujeres, y las sanciones por incumplirlo también son menos duras, como lo ejemplifica dramáticamente la infidelidad conyugal, que solo las mujeres pagan con la muerte por lapidación (lo peor es que los hombres tienen el privilegio de la poligamia: la llamada poliginia).

La obligatoriedad del burka o niqab es tanto peor que la del hiyab, sobre todo en el caso de las mujeres menores de edad, infantes o adolescentes, cuyo bienestar merece atención preeminente, si la Convención sobre los Derechos del Niño de la ONU no es letra muerta. Pero el hiyab coercitivo también resulta muy repudiable desde el punto de vista ético de los derechos humanos, desde el compromiso con la libertad e igualdad de las mujeres. Ningún relativismo cultural, ningún multiculturalismo decolonial o posmoderno, debieran volvernos cómplices –por acción u omisión– del sexismo religioso, en ninguna de sus variantes: islam, cristianismo, judaísmo, hinduismo, etc…

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