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(PARTE I)

Rafael Borrás Ensenyat

Es sabido que las sociedades que viven sometidas al capitalismo turístico son sociedades muy desiguales. El gran novelista y escritor de relatos de viajes, Paul Theroux, no exageraba al escribir en “El último tren a la zona verde” que “una de las características del turismo a lo largo de los siglos, desde la época del Grand Tour, es que a no gran distancia de los hoteles de cinco estrellas hay hambre y miseria”. El turismo ha sido –y sigue siendo- mucho más que vacaciones. En algunos lugares, sirvió para sostener dictaduras (el caso de la dictadura franquista en España es paradigmático); en otros, para impulsar crecimientos económicos con el objetivo casi único de la devolución de una deuda impagable y, en la mayoría de las ocasiones, ilegítima.

En este sentido, Patricia Goldstone escribió un colosal e innovador libro sobre los impactos sociales y políticos del turismo titulado “Turismo. Más allá del ocio y del negocio” (Debate, 2003) en el que se puede leer: “Hacia los años cincuenta el Banco Mundial había cambiado sus objetivos, pasando de la reconstrucción de Europa al desarrollo de lo que se llamó Tercer Mundo […] Los beneficios económicos del turismo ayudaron a borrar el déficit crónico de los países en desarrollo no exportadores de petróleo, estimularon el intercambio de divisas y –lo más importante desde la óptica del Banco Mundial- hicieron posible el pago de las deudas de guerra. El valor del turismo como reconstituyente económico rápido era capital tanto para las naciones acreedoras como para los gobiernos más débiles. Esta situación se repetirá tras la perestroika, cuando la maquinaria de la globalización (una estructura de planificación que llegó a parecerse extrañamente al estalinismo que pretendía reemplazar) hizo de la industria turística un remedio universal”.

El caso es que, durante un largo tiempo, en las izquierdas (yo diría que en todas ellas) se generó, al menos en el ámbito español, una mezcla de no pensamiento y pensamiento crítico sobre la industria turística. Por ejemplo, hubo intelectuales, como el que fue rector de la Universidad de Barcelona, Antonio Caparrós, que en el año 2000, en el contexto de una conferencia pronunciada en Palma (Mallorca), afirmó que él creía que era “posible generar una identidad balear basada en unos valores identitarios vinculados al medio ambiente y al turismo” (sic), y políticos pertenecientes al “consenso del régimen del 78” que denominaron a la industria turística como “la industria sin chimeneas”. Hubo un tiempo en que el sindicalismo omitía, en su discurso y su acción sindical, cualquier referencia a lo que, a finales del segundo milenio, algunos estudiosos denominaron “Agujero Turístico” para referirse a la inexistencia, en aquella época, de conocimiento racional sobre la magnitud de este negocio, sus implicaciones ambientales, y los instrumentos para una reforma conducente a un “Turismo Sostenible”. No era este un desconocimiento supuesto, lo reconocía la propia Agencia Ambiental Europea en el informe de 2000 titulado “El medioambiente en la Unión Europea en el final de siglo”. Y, muy importante, la expresión referida a la sostenibilidad del turismo tenía entonces un significado radicalmente diferente al del greenwashing de nuestros días.

Por su puesto que hubo excepciones que, como tales, no devinieron en mayoritarias para cambiar el curso de las cosas. Veamos tres ejemplos de estas excepciones:

I) Ya en el temprano año 1979 se celebraron en Palma (Mallorca) las Segundas Jornadas de Ecología y Política organizadas por la Asociación de Licenciados en Ciencias Biológicas (ALBE), el Centro de Estudios Socioecológicos (CESE) y el Grup Balear d’Ornitologia i Defensa de la Naturaleza (GOB). Si no recuerdo mal, el CESE fue un poco el antecesor de lo que hoy es Ecologistas en Acción, y, en eso no hay ninguna duda, el GOB era y sigue siendo el grupo ecologista de referencia de las Islas Balares. La cuestión es que, en las conclusiones de dichas jornadas, se puede leer: “En principio, los ecologistas no nos oponemos al turismo, entendido como actividad de intercambio cultural y humano entre las personas y como conocimiento de las costumbres, peculiaridades y usos sociales de los pueblos. Sin embargo, sí manifestamos nuestro rechazo a las formas turísticas vigentes, basadas en la degradación del intercambio cultural, la estandarización de las posibilidades personales de expansión creativa y el fuerte impacto sobre las riquezas naturales, histórica y artística. En suma, denostamos a la industria turística en cuando cercena las posibilidades creativas del tiempo de ocio y comercializa para su propio beneficio el patrimonio colectivo”.

II) En el ámbito de la intelectualidad, quizás el más excepcional ejemplo fue Manuel Vázquez Montalbán que, en su novela póstuma “Milenio Carvalho”, nos ofrece varios comentarios críticos con el turismo de masas. Valga como ejemplo esta hilarante requisitoria del detective Carvalho a su inseparable ayudante: “Esto va en serio, Biscuter. Mañana hay que subir temprano al Partenón para ver las piedras y no los culos de millares de turistas con celulitis reptando hacia las glorias arqueológicas del templo de Atenea y las Cariátides. También quisiera estar cinco minutos en el museo de Atenas. Tiempo suficiente para ver un glorioso Poseidón de bronce que se mueve como si estuviera vivo, como si estuviera recién pescado, y un niño subido a un caballo y expresando el movimiento como sólo podía expresarse en la época helenística” (pág. 53). Pero, además, Vázquez Montalbán en la década de los ochenta ya había considerado en varias ocasiones que la lacra del turismo representaba “un compromiso de hipoteca total” para los países que le consagran mucha parte de su actividad, presupuesto o mano de obra.

III) Los que en el ámbito sindical osaron plantear que la desestacionalización de la actividad turística debía tener límites ecológicamente sustentables, o que la industria turística debía estar vetada en los espacios residenciales, fueron tratados casi como charlatanes vendedores de peines para calvos. Además, fueron consideradas como tocadas por el virus de la turismofobia las voces que, ya en el colmo de la osadía, sostuvieron –y siguen sosteniendo- que el derecho a las vacaciones pagadas fue una gran conquista de la lucha sindical de los trabajadores y las trabajadoras, pero que su asimilación con el “derecho al turismo” era un disparate colosal (en el mejor de los casos, se resumía en un sueño húmedo del capital en general y del turístico en particular).

Lo cierto es que llegó la crisis de 2008. La “Gran recesión” tuvo mucho que ver con la alianza entre la especulación inmobiliaria y la turística. Y, sin embargo, se dio un fuerte impulso a la turistificación global. El capitalismo turístico extractivista consiguió desahuciar a la ciudadanía no expresamente rica ni muy rica del derecho a la ciudad. Las zonas europeas especialmente turistificadas sufrieron intensos procesos de gentrificación; de vivir en sus ciudades y en entornos que formaban parte esencial de la identidad de la gente, se pasó a malvivir en parques temáticos; la vivienda (en propiedad o en alquiler) lejos de consolidarse como un derecho, se trasformó en un producto de mercado especulativo. En fin, de la mano de la “economía de plataforma” (Airbnb, Booking, Vrbo -antes HomeAway-, etc.) la industria turística -en una mezcla de pseudo capitalismo popular thatcheriano y neoliberalismo progre- ha conseguido que en los territorios europeos y en las ciudades europeas de monocultivo turístico, digamos que más o menos histórico, se haya producido una suerte de revolución, convirtiéndose en territorios y ciudades de un “neo monocultivo turístico”. Ya no estamos sólo en presencia de una hiperespacialidad económica de prestación de servicios turísticos. Es todo un sistema de dominación. La turistificación no sólo acelera la emergencia climática, la crisis habitacional, las múltiples precariedades laborales y vitales, etc. A todo ello hay que añadir una dominación de las mentes. Nada es imaginable fuera del turismo.

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