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Roy Gómez

Tal vez ustedes hayan percibido cómo no se usa el Antiguo Testamento en las misas durante el tiempo pascual.  La Iglesia destaca lecturas de los Hechos de los Apóstoles o del Apocalipsis donde en las misas del resto del año aparecen lecturas del Pentateuco, los profetas, o los otros escritos del Antiguo Testamento.  ¡Este año leemos de los Hechos seis domingos seguidos!

La lectura hoy enfoca en la predicación de los apóstoles.  Pedro y Juan acaban de curar a un paralítico.  La gente queda asombrosa con el milagro cuando Pedro toma la palabra para explicar cómo pasó.  Bajo la influencia del Espíritu Santo, habla con audacia.  Dice que la cura fue hecha en el nombre de Jesús a quien ellos entregaron al verdugo.  Entonces modera su tono con un pretexto.  Dice que los judíos no sabían lo que estaban haciendo cuando exigieron que Pilato condenara a Jesús a la muerte.

No obstante, los judíos todavía tienen que arrepentirse. Pedro dice, en efecto, que era su orgullo que no les permitió reconocer lo que estaban haciendo.  Su confianza exagerada en sus líderes les impidió ver la verdad que Jesús enseñaba y la bondad que mostraba. Pudiera haber dicho también que no resistieron el deseo para la violencia, que queda en el corazón humano como un impulso primitivo.  La llamada de Pedro a la conversión incluye las decenas de modos en los cuales los hombres fallan a cumplir la voluntad de Dios: la falta de respeto a Dios, la avaricia, la lujuria, la mentira, etcétera.

Tenemos que escuchar el sermón de Pedro como dirigido a nosotros tanto como a los judíos.  Aunque tenemos al Espíritu Santo para ayudarnos, a veces fallamos.  Las atracciones de fortuna y fama que vemos en los criminales más perniciosos y crueles o las escandalosas estrellas del mundo del espectáculo, nos impulsan a traicionar las virtudes que nuestros madres y padres nos enseñaron.  En lugar de obedecer la voz de Dios en nuestras conciencias, la ignoramos. Pensamos que somos limitados solo por la ley civil y, aun con esto, por la capacidad de la policía de capturar a nosotros haciendo algo criminal.

La llamada de Pedro no es diferente de la de Jesucristo.  Ninguno de los dos está amenazándonos con los fuegos del infierno.  Más bien ambos quieren que conozcamos la misericordia infinita de Dios.  Él no va a regañarnos por haber pecado sino regalarnos por haber discernido la luz de la verdad.  Sí es cierto que aquellos que insisten que no les importa Dios, van a ser dejado en las tinieblas.  Allá experimentarán el remordimiento de haber escogido la fantasía del engrandecimiento del yo al amor de Dios.  Pero la verdadera lástima es lo que se les extrañará.

San Agustín vivía por sí mismo hasta que un día encontró la verdad en una Biblia.  Por casualidad abrió el libro a donde Pablo escribe: «…basta de excesos en la comida y en la bebida, basta de lujuria y libertinaje, no más peleas ni envidias. Por el contrario, revístanse del Señor Jesucristo, y no se preocupen por satisfacer los deseos de la carne».  Más tarde Agustín tenía que admitir cómo apenas logró el mejor tesoro de la vida.  Escribió en sus Confesiones: «¡Tarde te amé, Hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! Y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas hermosas que tú creaste…Me llamaste y clamaste, y quebrantaste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseé con ansia la paz que procede de ti».

Tal vez no somos tan grandes pecadores como San Agustín en su juventud.  Pero es cierto que la mayoría de nosotros pensamos demasiado en nosotros que olvidemos de la bondad de Dios.  Tenemos que arrepentirnos de este orgullo para conocer su amor… Que así sea. Luz.

royducky@gmail.com

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