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Carlos Villa Roiz

Los panteones se visten de cempasúchil. En algunos, las columnas de copal dan giros que se pierden entre las ofrendas de los altares de muertos que se levantan por todas partes; algunos en la intimidad familiar; otros, en lugares públicos que pretenden preservar la tradición que tiene sus raíces en una fusión perfecta entre lo prehispánico y la religión católica que llegó con el mestizaje.

El mexicano precolombino estaba acostumbrado a la muerte como algo ritual; unos morían en batallas, otros, eran llevados presos a los altares de las ciudades y sacrificados a los dioses de las maneras más crueles pues, no tan solo les sacaban el corazón, sino que la gente moría desollada, flechada y hasta quemada viva en honor a Huehuetéotl, la deidad del fuego.

No había cielo ni infierno, pero las almas tenían sus destinos de acuerdo a la forma en la que morían: los ahogados o los que sucumbían a causa de un rayo iban al tlalocan, un jardín de acuerdo a un mural de Teotihuacán, donde crecía el maíz y volaban aves y mariposas.

Los muertos comunes iban al Mictlán donde reinaba Mictlantecutli y su señora; las almas hacían un largo viaje que comenzaba cuando un perro negro los ayudaba a cruzar un río; luego, el alma cruzaba por parajes aterradores en donde se iban despojando poro a poco de todo recuerdo de lo terrenal, para que al final, según informó Sahagún, el alma se desintegrara.

Los guerreros se convertían en aves que acompañaban al sol en su recorrido; las mujeres que morían en el parto se volvían semidiosas conocidas como cihuateteos.

Con la evangelización, las culturas mesoamericanas conocieron lo que era el cielo, el infierno y el purgatorio, pero la gran enseñanza que tuvieron los indios fue el concepto de eternidad, lo infinito.

También asimilaron que el destino de las almas no dependía de la forma de muerte, sino de la actitud humana, de modo que cada acción tendría una consecuencia y sería juzgado por un Dios único que los premiaría o castigaría.

Así prosperó la cultura de los pueblos, con un eclecticismo que con los años vendría a derivar en la Catrina de José Guadalupe Posada y los picaros versos que acompañan la tradición; los panaderos también pusieron un grano de trigo al fabricar el Pan de Muerto, azucarado y dulce, y las calaveras de azúcar vinieron a formar tzonpantlis más alegres, que aquellos que aterrorizaron a Cortés y los conquistadores.

Es tanta la tradición en torno al 1 y el 2 de noviembre, y a la famosa alumbrada, cuya fama se ha extendido al extranjero que ven en los rituales de Janitzio o de Mixquic verdaderos parajes dignos de visitar. Escritores de la talla de Ray Bradburi han escrito sobre el tema; el arte mexicano ha desarrollado prácticas fúnebres como la de pintar a los niños muertos, tentación de la que no escaparon pintores como Reyes Meza o Frida Kahlo. La verdad, si da coraje el menosprecio y el intento de cambiar todo esto por un Halloween importado y alimentado por el cine con escenas de horror, crímenes y monstruosidades, que nada tienen que ver con más de 500 años de historia nacional.

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