Jesús Martínez Soriano
Para Anakaren, mi amiga, cómplice y confidente en estos años, quien parte con rumbo a otro destino y a quien echaré de menos
Toronto, Canadá. Hace algunos días decidí visitar la escuela de inglés para adultos Jones Avenue, localizada en el número 540 de la Avenida Jones, por la zona este de la ciudad, cerca de la estación del metro Donlands, en donde estudié ese idioma a finales de la primera década del presente siglo. Era la segunda vez que venía yo a Toronto después de varios años de no hacerlo. Ahí asistí a clases con cierta regularidad por escasamente tres meses, en el turno matutino, a veces dos horas por día, a veces un poco más, pero por cuestiones de trabajo solo en algunas ocasiones pude permanecer en el turno completo, que era de 9:00 a.m. a 2:30 p.m. No recuerdo cómo supe de esa escuela, pero lo que sí tengo presente es que en ella pasé una de las etapas más bonitas de mi vida debido a varias circunstancias: en ese lugar conviví con personas de diversas nacionalidades y lenguas, como es común en Canadá, lo que nos obligaba a comunicarnos solo en el idioma inglés; en mi grupo había un gran ambiente de compañerismo y camaradería; las maestras que tuve, una canadiense y la otra de origen ruso, eran muy accesibles y atractivas; visité, junto con los integrantes de mi grupo, lugares icónicos de la ciudad, y solía yo convivir con mis compañeros fuera de las aulas de clase.
Al volver a ese lugar no pude evitar ser invadido por sentimientos encontrados: por un lado, por una gran alegría al recordar los momentos entrañables ahí vividos y, por otro, por una enorme nostalgia y añoranza por darme cuenta que esa etapa fue muy breve y efímera. Aquellos fueron, sin duda, algunos de “los años maravillosos”, en alusión al título de la famosa serie de televisión de los 90, vividos en Toronto, de los que hoy solo quedan recuerdos, experiencias y anécdotas, algunas de las cuales desearía compartir con los lectores.
“Good my friend, very good”, la frase célebre de Emir
Como señalé anteriormente, no recuerdo como llegué a Jones Avenue School, pero sí tengo presente que me trataron muy bien; pagué 6.50 dólares la hora y después realicé un examen de colocación, como resultado del cual me asignaron al séptimo u octavo nivel; el principio me resultaba un poco difícil porque la mayoría de mis compañeros eran personas que tenían ya varios años radicando aquí, por lo que mostraban cierta soltura al hablar y entendían casi todo muy bien; yo en cambio batallaba con esos dos aspectos, pero en los ejercicios escritos y en la gramática casi siempre obtenía resultados sobresalientes. Desde que empecé a estudiar el inglés de manera más formal en mi etapa universitaria en México, hasta los años posteriores en que lo hice ocasionalmente, tuve buenas experiencias y entablé amistades entrañables. Jones Avenue School no fue la excepción. A mi llegada a las aulas de clase empecé hacer amistad con una chica rusa de nombre Natasha, como de unos 45 años de edad, quien se sentaba a mi lado derecho, y con Emir, de Turquía, un varón de casi de la misma edad, quien se ubicaba a mi izquierda, colocados en una mesa en forma de herradura.
Natasha era una persona de estatura alta, cabello rubio, tez muy blanca y ojos azules; médico general de profesión, quien siempre ofreció apoyarme en lo que necesitara, incluso en alguna ocasión me obsequió medicamentos contra la gripe; era muy solidaria y amable; en las visitas que efectuamos a diversos sitios de la ciudad casi siempre ella y yo andábamos juntos. Al concluir el curso de un mes, la maestra realizó varias evaluaciones en las que yo salí bastante bien librado, con promedio de nueve. Natasha, en cambio, apenas aprobó con la mínima calificación, lo cual le generó un gran shock, no pudiendo contener las lágrimas. Posteriormente inició el periodo vacacional de verano y al reanudarse actividades yo ya no puede regresar a clases, debido a que había conseguido un empleo, sino hasta unos tres meses después.
Emir es la otra persona de la que tengo muy gratos recuerdos, era un tipo alto, de ojos grandes, a quien todo el tiempo se le veía con sus inseparables anteojos. Casi siempre andaba de buen humor, manteniendo una actitud amable y sonriente, aunque reservado; era taxista y quizá por lo mismo un tanto inconsistente; se ausentaba con cierta frecuencia de la escuela, pero cuando llegaba, su presencia y compañía resultaban muy gratas. Cuando él veía mis resultados de los ejercicios que hacíamos en clase abría sus enormes ojos más que de costumbre y sorprendido me decía: “Good my friend, very good”, lo que a mí me generaba mucha gracia, tanto por la forma en que lo expresaba como por su expresión facial. Varias veces me ofreció su servicio de taxi, el cual nunca necesité, pero agradecía y apreciaba yo su gesto solidario. Terminó el curso y nunca más volví a tener noticias de mi amigo el turco.
El Hello Moto que interrumpía la clase
Pasaron cerca de tres meses para que yo regresara a esa misma escuela, aunque también fue por un tiempo muy breve. Volví hacer examen de colocación y esa vez me asignaron al nivel 10. Para mi sorpresa en el mismo grupo me encontré con Natasha, a quien observé más conocedora, muy segura de sí misma y bastante participativa en clase; constaté con su caso lo que puede alcanzarse con la disciplina, la dedicación y el esfuerzo. Ella era de las compañeras que llegaba siempre puntual a clases, cubría el tiempo completo y rara vez se ausentaba, por lo que me dio gusto atestiguar la evolución de su aprendizaje. En aquel grupo los alumnos estábamos ubicados en mesas hexagonales de entre 5 y 6 integrantes; Natasha me invitó a su mesa que compartía con otro ruso, un albano y un mexicano, cuyos nombres no recuerdo. Yo accedí, pero conforme transcurrían los días no me sentía a gusto, entre otras cosas porque me daba la impresión de que casi todos ellos parecían tener un excesivo afán de protagonismo.
Así que al poco tiempo me cambié a otra mesa que regularmente ocupaban NayMo, un asiático originario de Myanmar; tres chinitas que adoptaron los nombres occidentales de Betty, Sindy y Candy, y un hombre ya mayor de Sri Lanka, cuyo nombre no recuerdo, a los que yo me les uní. Pronto empecé a llevarme bien con ellos, especialmente con NayMo y Betty, con quienes salí a comer, a tomar café, e incluso nos fuimos los tres de viaje a las Cataratas del Niágara en varias ocasiones. Además, en la mesa contigua a la nuestra, se encontraban dos compañeros que ponían muy buen ambiente en el grupo: Yacouba, de Senegal, y Hassan, de Irán.
Yo platicaba mucho con el africano, quien había vivido en Montreal, pero quiso moverse para Toronto para aprender el inglés. NayMo se percataba de ello y pretendía involucrarse en la conversación a lo que yo expresaba: “discúlpanos compañero, pero estamos tratando de comunicarnos en dos lenguas importantes, francés y español, no te podemos incluir”, al tiempo que le preguntaba yo a Yacouba: ¿es correcto? A lo que éste asentía con un movimiento de cabeza, seguido de un Yeah, yeah, y soltaba una enorme carcajada. Hassan, por su parte, interrumpía frecuentemente a la maestra cuando ésta repetía alguna palabra o frase difícil de pronunciar, pidiéndole que lo volviera a decir porque “se escuchaba bonito en su voz”, o cuando actuaba o gesticulaba sobre alguna situación chusca, solicitándole lo hiciera otra vez, a lo que todos sonreíamos y la maestra respondía: mi tarea es enseñar, no contar chistes.
Como lo referí anteriormente, yo asistía a clase regularmente de 9:00 a 12:00, 12:30 p.m., toda vez que debía llegar al trabajo antes de la 1:30 p.m. Había yo acordado con mi compañera que laboraba en el turno matutino que llegaría un poco más tarde y ella, a su vez, saldría antes de cumplir el suyo. Pero yo debía permanecer atento al teléfono por si llegaba el supervisor, de lo cual ella me lo comunicaría. Tenía yo un Motorola de tapa que en aquella época eran muy populares, cuyo sonido al recibir cualquier llamada casi todo mundo identificaba. La maestra se había percatado de las llamadas, por lo que me solicitó desconectar el sonido a mi dispositivo, a lo cual yo accedí. Activé la opción de vibrador, sin embargo, en ocasiones no me llegaba a dar cuenta de las llamadas entrantes, por lo que volví a ponerle sonido con volumen bajo. En cierta ocasión nos encontrábamos realizando un ejercicio escrito, por lo cual el salón permanecía en silencio. De pronto mi teléfono empezó a sonar; de inmediato me llevé la mano a él para silenciarlo, cuando escuché que, siguiendo el sonido, todo el grupo expresó al unísono: ¡Hello Moto! provocando también la sonrisa de todos. Apenado, volteé la mirada hacia la maestra, quien me preguntó: ¿Jesús, que te había yo pedido? En respuesta me disculpé de inmediato, pero ya había yo quedado evidenciado. A partir de ese hecho, cuando yo llegaba al salón de clase varios de mis compañeros me saludaban con un Hello Moto!
El ritual del himno nacional
Otra de las cosas que recuerdo con agrado es que todos los días, en punto de las 9:00 a.m. invariablemente en las bocinas colocadas en distintos puntos de la escuela se escuchaba el himno nacional, a veces con la letra, a veces solo con la música, momento en el cual todos debíamos ponernos de pie o detenernos en el lugar en el que nos encontráramos, como señal de respeto, hasta que la última estrofa dejaba de sonar. Ese ritual lo hacíamos todos los días que llegamos a familiarizarnos con el himno canadiense, como si fuera el nuestro. Todavía mantengo en mi memoria el inconfundible “Oh Canadá! Our home and native land. True patriot love… The True North strong and free…” de su inicio. Y como olvidar la estrofa final interpretada con tanta vehemencia: “Oh Canada, we stand on guard for theeeeee.” Hoy solo quedan los recuerdos de aquellos escenarios, de aquellos rostros, de aquellas voces y de aquellas sonrisas que tantas alegrías nos generaron a los integrantes de ese grupo de Jones Avenue School en aquellos años maravillosos.