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Opinión y propuesta

(Cuarta parte)

Mtro. Andrés Vázquez López

Para que la reelección presidencial fuera realidad en nuestro país, tendría que haber una modificación constitucional y para ello, tendría que ser el Congreso de la Unión quien lo aprobara y después que la mayoría de los Congresos estatales lo ratificaran; es decir que lo hicieran diecisiete de los treinta y dos estados. Bueno, pues el presidente y Morena, controlan como ya se ha dicho, la mayoría en ambas Cámaras del Congreso federal y también controlan diecinueve Congresos estatales; es decir, dos más de los necesarios para ello. Y, sin embargo, no hay ni una sola iniciativa que apunte hacia allá. ¿Qué lógica tiene hacer un ejercicio revocatorio si se tiene poder suficiente para impulsar la reelección? Es decir, la revocación de mandato nunca fue un requisito para que en algún momento se pretenda extender el mandato presidencial. Vincular ambos temas, no tiene ninguna lógica.  Y, además, se ignora el altísimo costo político que una medida así traería. No se debe asumir que, porque la mayoría de los mexicanos apoyan al presidente, también apoyarían una extensión de su mandato. Dentro de toda nuestra deficiente cultura política; los mexicanos tienen claro ciertos límites democráticos y actualmente y nos parece que por mucho tiempo más, uno de ellos será la no reelección presidencial.

Anaya continúa con sus argumentos y en el cuarto punto, nos demuestra sus prejuicios, ya que afirma que como el presidente “nunca ha aceptado una derrota”, tampoco lo haría esta vez. Pero Anaya fiel a sí mismo, nuevamente omite información. Ya que si se refiere a la elección donde López Obrador compitió contra Roberto Madrazo por la gubernatura de Tabasco en 1994; el fraude que cometió éste último está comprobado debido a un error de sus propios correligionarios que permitió que López Obrador obtuviera cajas y cajas con la documentación de los gastos de campaña, excedidos estratosféricamente para la compra de votos y voluntades. Fue tal el exceso en dicha campaña estatal, que terminó costando prácticamente lo mismo que la de Bill Clinton por la presidencia de su país, dos años antes. O si se refiere a la elección que lo enfrentó con Felipe Calderón en 2006; pues dieciséis años después para una buena parte de la ciudadanía, sigue sin quedar claro si éste último efectivamente ganó la presidencia o se la robó. Y ello, por su negación al recuento. Un recuento que le habría dado no sólo legitimidad al presidente, sino también certeza a los mercados y tranquilidad a los ciudadanos. Aunque hubiera ganado por un margen tan pequeño como el que el INE reconoció en aquella ocasión, sin demostrarlo. O si se refiere a la elección de 2012 en la que compitió contra Peña Nieto; una década más tarde, sigue sin aclararse el tema de las tarjetas de Monex y Soriana, a través de las que el PRI y su candidato compraron los votos de muchísimas personas. En estas tres elecciones, ¿cómo se podían reconocer los resultados? Si en el caso de los contendientes priístas hubo compra y coacción de votos documentada y en el caso del panista, nunca quedó claro si efectivamente obtuvo los votos que le adjudicaron. Es una impostura muy recurrente decir que un político acepta los resultados sólo cuando le favorecen. Pero lo cierto es que las elecciones deben llevarse a cabo con garantías tales que, al finalizar, todos los contendientes acepten el resultado porque éste está más allá de toda duda.

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