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La extorsión violenta como método

Razones

Jorge Fernández Menéndez

Fue detenido el policía que supuestamente mató al joven estudiante de Ayotzinapa, Yanqui Kothan, otros dos policías estaban detenidos por el mismo caso. No termina de estar claro qué es lo que sucedió con ese crimen, pero lo que es un hecho es que no sólo están los policías detenidos, sino que esa muerte, un día después de que los grupos de Ayotzinapa habían ingresado por la fuerza a Palacio Nacional, provocó un vendaval.

Primero, hubo una confrontación entre la secretaría de gobierno, la de seguridad y la fiscalía de Guerrero, con distintas versiones sobre lo sucedido. La gobernadora Evelyn Salgado terminó pidiéndole la renuncia al secretario de Gobierno, Ludwig Marcial, al de Seguridad, el general brigadier Rolando Solando Rivera, que acababa de asumir esa responsabilidad, y a la fiscal del estado, la coronel Sandra Luz Valdovinos, quien se negó a dejar el cargo y dijo que agotaría los recursos legales antes de separarse del mismo. Finalmente fue separada de la fiscalía por el congreso local: Valdovinos traía una confrontación con la gobernadora e incluso con mandos militares de tiempo atrás. El 14 de febrero había solicitado una licencia de seis meses para separarse del cargo, pero días después decidió que se quedaba en el mismo. En su lugar, el congreso designó a Zipacná Jesús Torres Ojeda, guerrerense oriundo de Tixtla (donde está la normal de Ayotzinapa) y también de origen militar. En la secretaría de seguridad quedó el maestro Gabriel Zamudio López, también orginario de Tixtla, que reemplazó al general Solano Rivera.  

Hay que insistir en un punto: todavía no sabemos qué sucedió con la muerte del joven que había participado activamente un día antes en la toma de Palacio Nacional. Cuando Yanqui y unos amigos se dirigían a la terminal de autobuses a buscar a unas amigas se cruzaron con una patrulla de la policía local que les indicó el alto. Primero, se dijo que el automóvil en el que iban los jóvenes tenía reporte de robo, que ellos le dispararon a los policías y que estos repelieron la agresión, que había drogas y armas en el carro. La versión de los jóvenes y sus familiares es diametralmente distinta y dicen que Yanqui fue ejecutado de un disparo en la cabeza por un policía. Nadie ha explicado porqué.

El caso fue atraído por la FGR y antes de que la Fiscalía diera informe alguno el Presidente se adelantó a decir que el joven no había disparado y que los policías de Guerrero abusaron de su autoridad. El reporte de la FGR aún no se conoce.

Horas después hubo quema de vehículos en Chilpancingo, se secuestró a dos patrullas de la Guardia Nacional, se golpeó y retuvo durante doce horas a diez elementos de esa corporación. Apenas esta semana, el Palacio de Gobierno en Chilpancingo fue quemado, vandalizado, también se incendiaron vehículos públicos y privados, la seguridad de los trabajadores de Palacio y de los reporteros (se atacó la sala de prensa) quedó comprometida.

No deja de asombrar que mientras la muerte del joven estudiante ha cimbrado a las autoridades y provocado cambios en el gabinete estatal, quienes realizan actos de vandalismo, algunos de ellos gravísimos, tengan tal grado de impunidad, convirtiendo sus reclamos en una suerte de extorsión a las autoridades. 

Si el joven Yanqui fue asesinado como se asegura, debe haber una investigación expedita que lo determine y ese crimen lo deben pagar los responsables. Como también deben ser investigados, y sus responsables castigados, quienes han convertido la violencia y el vandalismo en una forma abierta y cotidiana de operar.

La tragedia que se vivió en 2014 en Iguala no puede ser una suerte de patente de corso para robar, quemar, provocar. No tienen derecho los jóvenes de Ayotzinapa o quienes así se presentan, de robar trailers, quemar autobuses, secuestrar a elementos de la Guardia Nacional o penetrar por la fuerza a Palacio Nacional, quemar el Palacio de Chilpancingo, llegando a bordo de autobuses que habían secuestrado.

Al final lo que se debe imponer es el imperio de la ley. Insistimos en un punto: no hay pruebas de que en 2014 haya habido un crimen de Estado. Sí las hay de que la fiscalía especial y sus responsables propugnaron la liberación de los secuestradores y asesinos confesos para convertirlos en testigos protegidos e inventar así a los responsables del supuesto crimen de Estado. Sí hay pruebas y responsables de los innumerables actos de vandalismo que se han cometido utilizando la bandera de Ayotzinapa. Y lo que sí sabemos es que la manipulación política ha negado, en todos estos casos, la aplicación de la ley. Y cuando eso ocurre las que pierden son la justicia, la estabilidad y la credibilidad de la gente en sus instituciones. Y se alimenta, a su vez, la violencia, una consecuencia inevitable de la propia impunidad.

El gobierno federal ya sabe que no hubo un crimen de Estado en Iguala y que los militares que están detenidos por ese caso son inocentes, pero no quiere ponerle punto final al capítulo Ayotzinapa. Se mantiene la impunidad ante una violencia que cada día es menos controlable y más costosa, social, económica y políticamente. Y en ella intervienen desde legítimos militantes normalistas hasta grupos criminales, pasando por organizaciones armadas. Y no pasa nada.

Nunca, ni en un solo caso, ha habido alguien procesado por esa violencia cotidiana.

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