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Julieta y los desaparecidos

Jorge Fernández Menéndez

Julieta Venegas se presentó el sábado en la noche en un concierto gratuito en el zócalo capitalino. Horas antes hizo lo que no ha hecho el presidente López Obrador: reunirse con las madres buscadoras, expresarles su apoyo y prometerles que hablaría de ellas durante el concierto. Las madres la buscaron porque para la preparación de concierto habían quitado los memoriales para los desparecidos que habían instalado frente a Palacio Nacional. Le pidieron que no las olvide. Antes de terminar su concierto Julieta les dijo a los miles de asistentes que colmaban el Zócalo que quería “aprovechar este momento para expresar mi solidaridad con los padres buscadores, me uno al reclamo para que se respeten sus espacios de expresión y de memoria porque, ¡vivos se los llevaron y vivos los queremos!”. 

El presidente López Obrador nunca se ha reunido, les ha dado un espacio, ha saludado, a los padres y madres buscadoras. Condecoró, que bien, a Estela de Carlotto, la extraordinaria presidenta de las Abuelas de Plaza de Mayo, un ícono en la lucha por los desparecidos en Argentina, pero jamás ha tenido tiempo para las madres buscadoras en México. Tampoco ha dedicado un segundo al reconocimiento que tuvieron las madres buscadoras que fueron galardonadas por el premio de derechos humanos rey de España y recibidas por Felipe VI en Alcalá de Henares, en España, con un discurso que exhibió el profundo drama que significa tener entre los tuyos a un familiar desaparecido, uno de los crímenes más graves, más dolorosos que pueden existir.

El gobierno federal no sólo ignora a los familiares de los desparecidos: minimiza e ignora el crimen en sí mismo. Karla Quintana, la presidenta de la Comisión Nacional de Búsqueda renunció a su cargo porque el gobierno federal, del que depende la comisión, no acepta el número de desaparecidos que la propia comisión tenía registrado, 50 mil, en lo que va del sexenio. Es más, el gobierno federal ordenó levantar un “censo”, realizado por los llamados servidores de la nación junto con los gobiernos estatales de Morena, para demostrar que los desaparecidos son muchísimos menos que los que tiene la comisión de búsqueda. En otras palabras, quieren desaparecer a los desaparecidos.

Lo cierto es que van ya cientos de fosas clandestinas que las madres buscadoras han encontrado en el país, los servicios forenses donde hay miles de restos humanos sin identificar, no tienen ni recursos ni capacidades para hacerlo, no hay política alguna que seriamente trate de atender un problema que el gobierno prefiere ignorar, que considera que no existe, o que no merece su atención.

Muchas veces hemos dicho que, salvo casos excepcionales, las desapariciones sufridas durante este sexenio no fueron parte de una política de Estado, no fueron (como ocurrió en Argentina o Chile durante las dictaduras militares que sufrieron esos países en los años 70) parte de una política de exterminio ordenada desde el poder. Es más grave quizás: es parte de una lucha entre grupos criminales empoderados, que tienen secuestrado parte del territorio nacional, a sectores productivos, a comunidades completas, donde matan, secuestran y desaparecen a quienes no son de los suyos o no se doblegan. Territorios en los que el Estado no tiene control.

No se puede ser prescindente ante ello. No alcanza con la formación de algunas comisiones con un presupuesto exiguo para buscar fosas comunes por todo el territorio nacional. Por supuesto que no alcanza con programas como Sembrando Vida o con apoyos para jóvenes. Los muertos y las desapariciones son el síntoma más costoso de la ausencia de una estrategia de seguridad que busque acabar, controlar, la inseguridad crónica que vivimos cotidianamente desde años atrás.

Es verdad: los desaparecidos no votan, pero el drama que conllevan las desapariciones, la herida social que dejan es enorme. Como dijo Felipe VI al premiar a las integrantes de la organización humanitaria Familias Unidas por Nuestros Desaparecidos en Jalisco, “la desaparición de una sola persona erosiona la confianza en las instituciones y desafía la conciencia colectiva”.

Lo he vivido. Es terrible, es mucho peor que constatar la muerte de un ser querido. A un ser querido se lo puede despedir, se sabe dónde está, aunque en sus últimas horas haya pasado por alguno de los muchos calvarios cotidianos que sufrimos en este país, a esa persona se la puede despedir y guardar en un rincón del corazón. Con un desaparecido no es así: un desaparecido no está, pero sigue siendo parte de la vida, la angustia de no saber su sino, de no saber si está muerto o vivo, en que circunstancias murió si es que le tocó ese destino, como estará viviendo si aún lo está, es terrible, desolador, es tóxico para el alma. Muchos nos podemos recuperar de una muerte, aunque sea de una persona muy querida, un padre, una madre, un hijo, una pareja, un hermano, muchos menos puede recuperarse de una desaparición, de no tener la certidumbre del destino de esa persona querida.

Esas madres, esas esposas que no son recibidas en Palacio Nacional, a las que no dejan entrar para que no ensombrecer la narativa de supuesta felicidad colectiva que destila la mañanera, exigen un lugar: debería ser reconocidas, auxiliadas, apoyadas desde el propio poder. No lo hace el presidente, lo hizo Julieta Venegas, una de nuestras mejores y más entrañable artista, en un gesto que la engrandece. 

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