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Una sucesión adelantada que desgasta y cuesta

Razones

Jorge Fernández Menéndez

En la última edición de Letras Libres, Anne Applebaum, la gran autora de El ocaso de la democracia: La seducción del autoritarismo, recuerda, a su vez, a otra gran escritora sobre las consecuencias del totalitarismo, Annah Arendt, aquella que en el juicio de Adolf Eichmant, describía a estos hombres y mujeres del nazismo como producto de “la banalidad del mal”. “No era estupidez, decía Arendt, sino una curiosa, y verdaderamente auténtica, incapacidad para pensar”.

Todo esto viene a cuento porque Applebaum recomienda regresar a uno de los grandes libros de Arendt, Los orígenes del totalitarismo, donde escribe que lo que está sucediendo es “como si la humanidad se hubiera dividido entre los que creen en la omnipotencia humana (que piensan que todo es posible si saben cómo organizar a las masas para ello) y aquellos para quienes la falta de poder se ha convertido en la experiencia más importante de su vida”. Dice Applenbaum que eso se aplica por una parte a la omnipotencia que siente Putin, pero también a esa falta de poder social que caracteriza a la Rusia de Putin. Es un gran ejemplo de muchas de las cosas que vivimos en el mundo político de hoy.

Por ejemplo, el presidente López Obrador parece creer que quien él decida que puede ser candidato o candidata de Morena para las elecciones de 2024 ganará sin duda esos comicios. La cada día más intensa (y descarnada) lucha por la candidatura presidencial de Morena fue promovida por el propio presidente López Obrador convencido de que tiene el control absoluto de ese proceso, que al final, más allá del distractor publicitario que implica esa disputa, quien decida que ocupará esa posición se convertirá en el próxim@ inquilino de Palacio Nacional.

Es probable que al final así sea, pero falta mucho y con esa sensación de omnipotencia se olvida que, en los hechos, esta larga travesía en el desierto no sólo terminará debilitando a los ahora participantes, sino que también afecta, directa o indirectamente, su trabajo en el gobierno. Los cuatro: Claudia Sheinbuam, Marcelo Ebrard, Adán Augusto López y Ricardo Monreal están perdiendo, más que ganando, capacidades en este proceso tan abierto.

Por eso las sucesiones priístas tradicionales (no nos engañemos este es un proceso con auténtico adn tricolor) no abrían las cartas hasta bien avanzado el proceso: para no quitar poder al presidente en turno; para que los aspirantes se concentraran en su trabajo y no pudieran hacer proselitismo abierto, con todos los costos que ello conlleva, más para mal que para bien; y para evitar, o disminuir al máximo las rebeliones internas cuando se decidiera la candidatura. Sé que el imaginario popular establecía que el presidente en turno era todopoderoso a la hora de designar candidato, pero no era así: por supuesto que la suya era la última palabra, pero tanto la coyuntura como los factores de poder influían en ella. Si simplemente las candidaturas hubieran sido determinadas por la cercanía personal o incluso ideológica, Lázaro Cárdenas jamás hubiera dejado a Avila Camacho, Díaz Ordaz a Echeverría, López Portillo a Miguel de la Madrid y desde entonces, por diversas razones, ningún presidente en funciones ha logrado colocar a su sucesor preferido en el poder.

Claudia desde que está en la doble función de jefa de gobierno y precandidata ha tenido retrocesos. Pese a sus indudables logros en la seguridad de la capital del país, su principal carta en estos momentos, ha tenido una mala operación en el tema de la Línea 12 y ha dejado de tener una voz propia en muchos temas (como la tenía) para mimetizarse con la voz presidencial: no es que tenga que estar en desacuerdo con el presidente, es que tiene que exhibir, incluso para el acuerdo, una voz propia. Puede ser que la gente quiera continuidad, pero en cada elección reclama también cambio. En política electoral es casi una norma.

Marcelo tiene voz propia, siempre la ha tenido, pero termina mimetizándose ante la estruendosa voz presidencial, más que por su voz, por sus silencios, sobre todo cuando se abordan temas internacionales. Se trate de la relación con España y la Unión Europea, de Trump o de Biden, es poco lo que el canciller puede hacer. Es verdad que no puede contradecir públicamente al primer mandatario, pero esos silencios lo desdibujan.

Adán Augusto es quien quizás más ha ganado en este proceso. Primero, porque como gobernador de Tabasco no era conocido, y como secretario de Gobernación ocupó un espacio que había quedado vacante, el de la interlocución con distintos sectores. Pero pierde interlocución cuando lo hacen ir a una gira partidista o le bloquean reuniones públicas con la oposición. Cuando se sale de su papel para convertirse en otra voz más, pierde, porque esa interlocución es lo que lo singulariza.

Ricardo no cuenta con el apoyo presidencial. Es evidente y apenas fue sumado al trío inicial a últimas fechas y después de varios reclamos públicos del líder del senado. Es quien más voz propia tiene y también mayor distancia con el discurso oficial, pero quizás porque es el que menos apoyo tiene en Palacio Nacional. Por eso Ricardo se atreve a exhibir, por ejemplo, su discrepancia con el presidente en el tema de la UNAM o a pedir que la elección interna de Morena la organice el INE.

En este proceso interno todos pierden un poco. Habrá que ver si para cuando llegue el 2024 ese costo no es ya demasido alto.

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