• Spotify
  • Mapa Covid19

Christopher Pastrana

La lucha del hombre contra el poder es la lucha de la memoria contra el olvido

Milan Kundera

Un vehículo balizado con escudos institucionales enciende su sirena, una que, por cierto, parece tan auténtica como cualquiera otra que se haya visto; aún en circulación le marca el alto mientras por el megáfono le instruye orillarse. Usted, como la inmensa mayoría de nosotros haría en similares condiciones, atiende la indicación, reduce la velocidad y se orilla deteniendo por completo su vehículo. Una vez en alto total, de la patrulla que lo detuvo desciende un individuo vestido con un uniforme que, a simple vista, parece oficial. Poco a poco se aproxima hasta su vehículo hasta tenerlo frente a usted cuando, por la cercanía, logra advertir que el sujeto porta una placa que realza el realismo del evento. Por desgracia para usted, el motivo de la detención no obedece a una simple infracción de tránsito. El “oficial” le informa que su vehículo tiene reporte de robo y, al tratarse de un delito, debe ser presentado en una agencia ministerial. Puede incluso, en ese momento, recitarle casi de memoria algunos artículos de quién sabe que disposiciones en los que supuestamente funda su actuación.

Con independencia de que usted tenga certeza absoluta de la imposibilidad de que su auto sea robado, porque usted mismo lo adquirió, con todos estos antecedentes, prácticamente no tiene más remedio que “someterse” voluntariamente a un acto de autoridad que parece estar perfectamente ajustado a Derecho y por ello accede a subir al vehículo oficial en el que supuestamente será trasladado y puesto a la inmediata disposición de la autoridad competente.

El desenlace trágico es, a la postre, que la persona detenida nunca fue presentada ante ninguna autoridad y, de hecho, las autoridades a las que se les consulta, niegan tener noticias respecto de su detención y menos aún de su paradero. Se consuma, diríamos, incluso sin necesidad de ejercer violencia, un delito que atenta contra la libertad personal pero también que entraña la perversión enorme del servicio público.

Si el mismo evento hubiese ocurrido sin la injerencia de los elementos que lo perfilan como un hecho lícito ¿el conductor del vehículo se hubiese detenido? ¿hubiese accedido a que un particular, le marcara el alto? y ¿habría accedido a su detención y a ser traslado en un vehículo ajeno, encerrado en él con un perfecto extraño que lo conduce? Las respuestas las tiene usted, aunque la conocemos todos.

Casos como este, por desgracia, sobran y no de ahora, sino de siempre.

Quienes ejercemos el servicio público, lo hacemos con mucho gusto, por genuina vocación de utilidad social, de servir a las personas. Estoy convencido que así es en el grueso del gremio. Desde luego, siempre hay excepciones que no sólo se apartan, sino que contradicen gravemente la esencia de la función pública.

Pensemos, por ejemplo, en servidores públicos que se dediquen a cualquier tema menos a cuestiones relacionadas con seguridad ciudadana y que, por lo tanto, se encuentren diametralmente alejados del uso de la fuerza, del empleo de armas o de instrumentos útiles para lesionar a las personas. Para esos individuos, comportamientos ciertamente cotidianos y relativamente simples, con falsa apariencia de intrascendencia, a veces resultan con serios efectos perjudiciales en la esfera jurídica de los infractores: un olvido, la destrucción accidental de un documento público o el incumplimiento de un plazo, pueden llegar a costar sanciones e incluso el empleo.

Imaginemos, en el otro extremo, no un incumplimiento frecuente, sino uno evidentemente contrario a la ley, como aquél con el que iniciamos este texto. Pienso, más específicamente, en eventos como los que ocurrieron la semana pasada en que se vieron implicados los agentes “del orden” y que quedaron documentados en video (un acto de tortura y una trifulca). Más allá de la previsible postura institucional, es sencillamente inadmisible que servidores públicos en funciones de seguridad y protección ciudadana, además de cometer faltas administrativas graves que deben significarles la inhabilitación para ejercer en el servicio público, constituye un delito que se comete desde una cómoda posición de poder que se le brindó a un sujeto para servir a la sociedad a la que, valiéndose de esos medios, ha traicionado.

Compartir:

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *