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Christopher Pastrana

La medida de los dolores está en cada uno de nosotros;

nadie comprende nuestros sufrimientos sino por una analogía muy vaga.

Honoré De Balzac

El 6 de marzo de 1981, ocurría en los Juzgados Lübeck, Alemania, un hecho calificado por algunos como justicia y por otros como venganza. Durante una audiencia, Marianne Bachmeier disparó ocho veces en contra de su vecino Grabowski, quien estaba siendo juzgado por la violación y el homicidio de la hija de Bachmeier, privándolo de la vida en ese instante. Por esos hechos fue sentenciada a seis años de prisión, de los cuales cumplió tres atendiendo a su buena conducta y a la acción social.

Según diversas fuentes, se mantienen dos teorías del porqué de la decisión de Bachmeier. La primera, que su determinación era tal, que solamente lamentaba no haberle disparado de frente y en el rostro; la segunda, que no quería privarlo de la vida, sino simplemente causarle el mismo dolor que él produjo a su hija. Cualquiera que fuera su intención, la razón hubiera sido la misma: satisfacer su deseo personal de lo que para ella significaba justicia.

Precisamente por acontecimientos de esta naturaleza, es que históricamente ha habido un sinfín de tratadistas y estudiosos que se han ocupado por explorar y tratar de definir —o cuando menos conceptualizar— una idea de justicia. Simplificando tanto como es posible lo complejo, podríamos dividir ese concepto entre quienes lo equiparan a las expresiones “Derecho” o “ley” y quienes en ella ven algo mucho más profundo.

Por un lado, tenemos la justicia concebida desde el punto de vista netamente jurídico, es decir, aquél que comienza y acaba de acuerdo con las normas emanadas del Estado; con sendos códigos penales en los que se dispone un amplio catálogo de conductas contrarias a Derecho y la sanción aplicable en cada caso. En modelos así la ecuación jurídica es sencilla. La justicia se alcanza cuando a quien delinque se le procesa y sanciona atendiendo a la naturaleza y gravedad del delito cometido y a las circunstancias en que ocurrió y que lo motivaron.

Desde otro ángulo, la justicia suele ser concebida de manera peculiar por las víctimas. En no pocas ocasiones, las sentencias y reparaciones que los ordenamientos jurídicos prevén, son insuficientes para saciar ciertas expectativas de las víctimas que, en tales condiciones, pueden emprender un viaje sin regreso en búsqueda de justicia, su justicia.

El relativamente reciente planteamiento dworkiano del Juez Hércules, en quien se reúnen virtudes como la prudencia y la integridad para la decisión de casos difíciles, parece seguir siendo una aspiración de los Estados modernos, en los que impera una visión según la cual la justicia se administra y se imparte, como si se tratase de un recurso o un bien más, desconociendo su dimensión real como valor o principio y —cuya ausencia puede despertar en el ser humano decepcionado por el fracaso obtenido en el mundo del “deber ser”— un apetito de búsqueda de lo que, en su muy particular concepción, debió haber sido y nunca llegó.

Guste o no, dejando de lado cualquier juicio personal que, por lo tanto, sería subjetivo, lo cierto es que, en algún modo, las leyes, los sistemas jurídicos, el Derecho, parecen quedar muchas veces en deuda si se le compara con la esperanza social depositada en esos mecanismos civilizados.

Con todo y sus deficiencias, debilidades y áreas de oportunidad, los sistemas jurídicos como el nuestro han dado cuenta de ser el mejor camino para coexistir. No creo que haya una respuesta unívoca -en ciencias sociales casi nunca las hay- y, sin embargo, creo que una apuesta prometedora apunta hacia la socialización del Derecho, abrirlo a la gente, que sepan para qué es, cómo funciona, qué se puede esperar de él y qué no; particularmente en materia penal, precisar que el camino ya probado y agotado de la revancha, del castigo, de la venganza, no solo no fue la solución, sino que dejó huellas indelebles de sus efectos devastadores para la humanidad y sí, también para la justicia.

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