II PARTE
Rodrigo Amírola
España ha sido, durante las últimas décadas, un país en el que el sentido común ha sido fundamentalmente contrario a la energía nuclear y en el cual hay mucha conciencia de los fuertes riesgos que entraña y el alto costo de la gestión de sus residuos. Sin embargo, ha habido en estos años un cierto repunte de los discursos pronucleares, en especial visibles en las redes sociales, con fuertes apoyos de lobbies y que han calado en las generaciones más jóvenes. La derecha liderada por Alberto Núñez Feijóo, en todo caso, no ha tardado en agitar esa bandera y poner a Francia, el país europeo de la energía nuclear por excelencia, como ejemplo del camino a seguir. El diagnóstico estaba servido de antemano: el problema era la ideología socialista del gobierno y su apuesta por una transición energética basada en las energías renovables. La disputa estaba marcada por posiciones partidistas, eslóganes prefabricados y poca fundamentación científico-técnica. La guerra cultural ocultaba lo fundamental: ¿cuál es la arquitectura del sistema eléctrico y su gobernanza? ¿Qué poder podría tener la ciudadanía sobre él?
En realidad, más que revelarse una verdad profunda de la sociedad española –si debemos estar orgullosos de la españolidad y de cómo afrontamos las crisis, o si estamos en una pendiente irremontable hacia el colapso–, se puso de manifiesto, otra vez, una dificultad característica de las democracias occidentales: la incapacidad para debatir sobre lo esencial. Se habla de tecnologías de producción de energía o de cómo equilibrar el mix energético, pero mucho menos sobre estructuras de poder. La técnica se convierte en el aire mismo que respiramos, en un auténtico fetiche, pero se abandona como objeto de deliberación democrática.
Resulta sorprendente que una parte importante de la opinión publicada española cargue contra el «sanchismo» y contra el «socialismo», exigiendo la dimisión de Beatriz Corredor, presidenta de REDEIA –Grupo Red Eléctrica– y que, al mismo tiempo, no se señale que el sistema eléctrico español funciona bajo un modelo liberalizado desde la década de 1990. Antes de la privatización, estaba controlado mayoritariamente por el Estado o por empresas de capital mixto, en un modelo verticalmente integrado donde generación, transporte y distribución formaban parte de estructuras empresariales con fuerte presencia pública. En la medida en que la electricidad se consideraba un bien esencial, se organizaba como un monopolio público, para garantizar de esa forma un acceso controlado al suministro eléctrico.
Desde la Ley del Sector Eléctrico de 1997, con el conservador José María Aznar en el gobierno y los vientos europeos en favor de la liberalización, se introdujo una transformación estructural: se separaron las actividades de generación, transporte, distribución y comercialización. Con el presunto objetivo de promover la eficiencia, se apostó por la competitividad entre privados y por menos Estado en el funcionamiento cotidiano del sistema. Hoy la generación y la comercialización están en manos privadas, el transporte lo gestiona Red Eléctrica Española (REE), una empresa parcialmente privatizada, pero con una participación pública minoritaria, y la distribución está dominada por grandes grupos privados como Endesa, Iberdrola o Naturgy.
A pesar de que hoy nos parezca o sea de lo más natural, no lo era antes de ayer y no lo es, con diferentes declinaciones y matices, en otros países de la Unión Europea. Por ejemplo, en Francia, Électricité de France (EDF), la histórica empresa pública, fue renacionalizada en 2023. Aunque el sistema se liberalizó en parte, el Estado sigue dominando la generación, gran parte de la distribución y el transporte. En Alemania, las grandes empresas eléctricas controlan buena parte del mercado desde los años 90, pero, al mismo tiempo, avanza una tendencia local creciente a la remunicipalización (Rekommunalisierung).
Esta no es una cuestión menor, sino el primer paso para avanzar hacia una democracia energética y poder decidir sobre asuntos vitales como la dirección y la velocidad de la transición ecológica –antes de responder a la pregunta sobre la combinación de tipos de energía que necesitamos, habría que preguntarse cuánta energía y para qué-. Hoy esas preguntas no hacen ni siquiera acto de presencia, y las políticas energéticas se nos aparecen como una imposición natural, la simple suma de millones de decisiones individuales, racionales y egoístas actuando al unísono. Hoy en día, cuando el neoliberalismo ha demostrado su fracaso ante las últimas crisis y su falta de respuestas para amplias capas de la sociedad, es más importante que nunca ir más allá de los mitos y avanzar en las propuestas.
Desde la derecha solo se nos presentan profetas del apocalipsis y del colapso, en una curiosa alineación con una parte de las izquierdas que solo imaginan el colapso del capitalismo, el del planeta y el de las instituciones democráticas como destinos de la dinámica social. En demasiadas ocasiones, hay más señalamiento que rutas para avanzar en el cambio de modelo que necesitamos como sociedad y como especie.
Pero hubo otra experiencia, profundamente física, en el gran apagón: el silencio. Quizás no se trata tanto de esperar a la próxima epifanía para saber quiénes somos y demostrar que tenemos razón, sino de ser capaces de hacernos escuchar en el mientras tanto. En el silencio nos volvimos a enfrentar a la pregunta de qué pasa cuando el sistema falla. Aparecieron algunas de las ficciones colectivas –el pueblo solidario, el Estado colapsado, los políticos corruptos, los técnicos sin intereses–, pero no fuimos capaces de poner sobre la mesa lo que nunca se discute: quién diseña y gestiona las redes eléctricas, con qué criterios y con qué controles. En definitiva, quién tiene el poder sobre nuestra vida cotidiana. Por eso, una tarea urgente es politizar lo invisible de cara al próximo silencio -mientras algunos le siguen preguntando a la inteligencia artificial cuándo ocurrirá-.