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Las huellas de Dante Alighieri en México

Milenio Digital

Las ediciones italianas de la Commedia estuvieron en los estantes de la mayoría de las bibliotecas conventuales de la Nueva España. El incunable de la Biblioteca Nacional de México, impreso en Venecia en 1493, ratifica el comercio, la lectura y la estimación de este libro desde el amanecer virreinal. Por lo mismo, sorprende a los estudiosos de Sor Juana que el poema del florentino no se encontrara entre sus “queridos amigos”; ninguna alusión de Dante y su obra se localizan en los escritos de la monja jerónima. ¿Lo leyó y desestimó sus méritos? ¿Lo incorporó como parte de lo que flotaba en el aire? Ciertamente, las Rimas,

La vita nuova y la Commedia tocaron la lírica española en varios de los exponentes de los Siglos de Oro, y claro, la poeta de Primero sueño no fue la excepción. En este periodo, el sol de Petrarca eclipsaba cualquier otro astro por lo que los contados dantistas que quedaban en el siglo XVII marcharon con “antorchas apagadas”.

Por otra parte, debemos entender que aquella era una época confusa para distinguir entre versiones originales y traducciones, perífrasis e imitaciones que circulaban muchas veces sin dominio autoral en los países de lenguas romances. No obstante la traducción castellana de Enrique de Villena de la Divina Commedia (ca. 1428) o la versión del Infierno (1515) de Pedro Fernández de Villegas, los impresores y libreros europeos circularon preferentemente el clásico toscano en su lengua original por lo menos hasta principios del siglo XIX. La valoración del legado dantesco en México comienza, precisamente, en dicha centuria, y no tanto en el rubro de las letras sino en el de la pintura y la escultura.

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