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Benedicto XVI: Ninguna lágrima para el «Rottweiler de Dios”

(I PARTE)

Brian Kelly

Con el año 2022 moría el que se hizo llamar Benedicto XVI, jefe del Estado vaticano de 2005 a 2013. Su nombre: Joseph Aloisius Ratzinger.

La largamente esperada muerte de Josef Ratzinger -jefe de la Iglesia católica entre 2005 y 2013 como Papa Benedicto XVI- ha provocado una avalancha del tipo de elogios vacuos que acompañan la muerte de cualquier pilar destacado del establishment. En algunos de los comentarios pueden detectarse los términos de un debate sobre el legado de Benedicto que lleva tiempo en marcha, en particular sobre su papel en la crisis provocada por las revelaciones de abusos sexuales generalizados en el seno de la Iglesia. Dada la profunda polarización política en las altas esferas de la jerarquía católica y la probable perspectiva de un duro enfrentamiento en torno al sucesor del Papa Francisco en un futuro muy próximo, la agresiva derecha católica ha acogido a Benedicto XVI en los últimos años, lo que significa que estas controversias continuarán.

Por ahora, sin embargo, los principales expertos parecen inclinados (como lo estuvieron tras la reciente muerte del monarca británico) a perdonar las ofensas mundanas de Ratzinger, y centrarse en cambio en un legado teológico ostensiblemente benigno. En muchos círculos se le atribuye haber «afrontado por fin» el problema de los abusos sexuales. Dada la magnitud de su implicación partidista en las principales batallas dentro de la Iglesia durante muchos años, se trata de un enfoque excesivamente generoso que se presta a la apologética o, peor aún, al encubrimiento. Enfrentados a tópicos blandos y elogios insípidos por un lado y a un enfrentamiento inminente con una extrema derecha católica resurgente por el otro, los socialistas necesitan una valoración sobria y contundente del papel de Benedicto.

Juventud y antecedentes

Ratzinger nació en el seno de una familia piadosa de clase media en Marktl am Inn, un pueblo bávaro situado en la frontera de Alemania con Austria. Se ha hablado mucho de su pertenencia a las Juventudes Hitlerianas en su adolescencia, pero parece que fue obligatoria: su familia era moderadamente hostil a los nazis, sobre todo por las restricciones que imponían al catolicismo alemán. A los 12 años ya estaba matriculado en un seminario menor en Traunstein, y después de la guerra ingresó en un seminario católico en Freising, asistiendo más tarde a la universidad en Munich.

La temprana reputación de Ratzinger como liberal dentro de la Iglesia alemana es bien conocida, al igual que su apoyo al Vaticano II -las reformas internas iniciadas desde Roma en 1962-, que pedía a una Iglesia vista como distante y sin vida que «abriera las ventanas… para que nosotros pudiéramos ver hacia fuera y la gente pudiera ver hacia dentro». La mayoría de los relatos sobre sus años en Múnich describen a Ratzinger como un progresista que dio un giro radical cuando se enfrentó a los excesos de 1968, y aunque hay algo de verdad en ello, la realidad es que el entusiasmo inicial de Ratzinger siempre estuvo condicionado.

Participó en las sesiones del Concilio Vaticano II a la edad de 35 años como teólogo académico que tenía poco contacto con los católicos laicos. Mientras una facción en Roma -el movimiento aggiornamento- abogaba por abrazar el mundo moderno e «integrar los gozos y la esperanza, el dolor y la angustia de la humanidad en lo que significa ser cristiano», Ratzinger se inclinaba por la facción retrospectiva agrupada en torno al ressourcement -un impulso de «vuelta a lo básico» que abogaba por un retorno a la tradición primitiva. Sin embargo, sus escritos de entonces «respiraban el espíritu del Vaticano II», escribió un crítico, «el espíritu que Ratzinger… denigraría más tarde».

El Vaticano II representó un compromiso entre los liberales y los tradicionalistas de la Iglesia, un amaño que hasta hoy permite que tanto los conservadores como un núcleo cada vez más reducido de progresistas de la Iglesia lo reivindiquen como propio. Tanto Francisco como sus oponentes de derechas, por ejemplo, se declaran fieles herederos del Vaticano II.

Punto de inflexión en 1968

Incluso teniendo en cuenta esta ambigüedad, no hay duda de que el efecto de las convulsiones sociales de 1968 llevó a Ratzinger a un conservadurismo social y teológico fundamental, y a una profunda hostilidad contra lo que él veía como las malas influencias del secularismo y la vida moderna. Este rechazo fundamental del legado de los años sesenta ha influido en prácticamente todos los ámbitos de la función pública de Ratzinger, desde su nombramiento como cardenal de Munich en 1977 hasta su gestión de los escándalos de abusos sexuales de los últimos años.

En 1966, Ratzinger asumió un puesto de profesor en la Universidad de Tubinga, entonces «buque insignia del liberalismo teológico». Cuando las protestas estudiantiles llegaron al campus en 1968, Ratzinger reaccionó con marcada hostilidad, indignado de que los estudiantes se atrevieran a desafiarle en clase, y escandalizado de que sus colegas no compartieran este resentimiento. Cuando los estudiantes que protestaban interrumpieron el claustro de profesores, Ratzinger se marchó en lugar de enfrentarse a ellos, como hicieron otros profesores. Asombrado por el hecho de que la radicalización se hubiera extendido incluso entre el personal católico, Ratzinger confió en que los estudiantes de teología protestantes le proporcionaran un «baluarte» contra la izquierda, pero incluso ellos le defraudaron. Contra las «ideologías fanáticas» que circulan por el mundo, escribió alicaído (aunque prematuramente): «La idea marxista ha conquistado el mundo».

Al mismo tiempo, los conservadores de la Iglesia consiguieron una importante victoria en el conflicto interno sobre las implicaciones del Concilio Vaticano II, cuando ese mismo año el Papa Pablo VI publicó su encíclica Humanae vitae, en la que reiteraba la prohibición tradicional de Roma de la contracepción artificial. La falta de voluntad de la Iglesia para cambiar en la cuestión del control de la natalidad desinfló no sólo a muchos católicos laicos, sino incluso a una parte importante del clero, que había manifestado su apoyo a los «derechos de la conciencia individual» y que había supuesto, ingenuamente quizá, que la elevada retórica del Vaticano II iría acompañada de hechos. El brusco giro a la derecha fue «aún más descorazonador» para muchos creyentes porque «siguió a un momento de optimismo y nueva vida».

La prohibición de la anticoncepción debe verse en el contexto de una reacción profundamente conservadora contra la revolución sexual de los años sesenta, y Ratzinger estuvo en el centro del pánico que abrazaron los conservadores de la Iglesia. Más tarde recordó que le repugnaba un cartel de cine en el que aparecían «dos personas completamente desnudas abrazadas». Rechazando «la libertad sexual a ultranza [que] ya no aceptaba ninguna norma», Ratzinger culpó a la nueva permisividad de un «colapso mental» en toda la sociedad, vinculándola a una nueva «propensión a la violencia» y -curiosamente- al estallido de peleas a puñetazos durante los viajes en avión. Excentricidades aparte, esto marcó el comienzo de una gran ofensiva para hacer retroceder la libertad sexual, y en iteraciones posteriores incluiría un obsesivo ataque a los derechos LGBTQ.

Juan Pablo II, el desafío del laicismo y la teología de la liberación

A finales de la década de 1970, Ratzinger había rechazado incluso el tibio liberalismo de sus días de juventud, y fue este giro el que le llevó a colaborar con el cardenal de origen polaco Karol Wojtyła, más tarde Papa Juan Pablo II. El núcleo del mandato de Juan Pablo II en Roma fue una campaña sostenida para acabar con el vaciamiento del Vaticano II y consolidar el control conservador sobre la Iglesia mundial. Su nombramiento como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe convirtió a Ratzinger en el principal cazador de herejías de Juan Pablo II, lo que le granjeó la reputación de «Rottweiler de Dios» por su papel en una serie de brutales purgas, incluso de sus antiguos amigos íntimos de Alemania. La «libertad para explorar, que Ratzinger había exigido una vez para los teólogos», escribe un biógrafo, «estaba siendo rápidamente erosionada por su propia mano».

El auge de la Teología de la Liberación en América Latina supuso el reto más formidable al que se enfrentó Roma a principios de los años ochenta. En una región desesperadamente pobre en la que la jerarquía católica se había alineado sistemáticamente con oligarcas regionales corruptos apoyados por Estados Unidos -incluidas dictaduras militares de derechas que recurrían a la tortura-, a finales de la década de 1960 había comenzado a surgir un desafío, liderado inicialmente por misioneros de base entre los jesuitas y las demás órdenes religiosas, incluido un gran número de mujeres.  A mediados de la década de 1970, estos misioneros se habían ganado una amplia influencia entre los trabajadores y los pobres, organizados en «comunidades de base» que operaban fuera del control de los niveles superiores de la jerarquía.

El icónico gesto de Juan Pablo II al sacerdote poeta y ministro de Cultura sandinista Ernesto Cardenal en la pista del aeropuerto de Managua en 1983 dio una clara indicación de la actitud de Roma hacia el catolicismo de izquierdas ascendente en América Latina. La campaña que se estaba llevando a cabo era muy amplia, implicaba una colaboración de alto nivel entre Roma y la administración Reagan en Washington, e incluía el generoso apoyo de la CIA y la selección de las órdenes religiosas para asesinarlas.

La magnitud de la purga puede verse en Brasil, donde bajo un régimen militar la Teología de la Liberación había echado profundas raíces entre una nueva generación de trabajadores industriales, en las favelas y entre los pobres del campo. Allí, Juan Pablo II sustituyó a los progresistas por líderes religiosos conservadores en nueve de las treinta y seis archidiócesis brasileñas, un «desmantelamiento» que continuó bajo el reinado de Benedicto XVI. Roma supervisó una campaña polifacética contra la izquierda católica, que implicaba una intensa centralización, prepotencia burocrática y apoyo tácito a la represión militar. Pero fue Ratzinger quien prosiguió la campaña ideológica para reconquistar la Iglesia para la derecha.

Aquí el rottweiler de Juan Pablo II volcó su formación teológica en erradicar la «herejía» de la «opción preferencial por los pobres» de los liberacionistas. En 1984 publicó su Instrucción sobre ciertos aspectos de la teología de la liberación, en la que argumentaba, como era de esperar, que las referencias bíblicas a los pobres se referían a una «pobreza del espíritu» y no a una desigualdad material. Esgrimiendo un concepto «pervertido» de los pobres e incitando a la envidia de los ricos, la teología de la liberación representaba a sus ojos una «negación de la fe».  Ratzinger contraatacó con una «teología de la reconciliación», siguiendo la admonición del Papa de que «una sociedad más armoniosa» «requeriría tanto el perdón de los pobres, por la explotación del pasado, como el sacrificio de los ricos».

Ratzinger supervisó la purga de los principales exponentes de la teología de la liberación, entre ellos el brasileño Leonard Boff y la monja Ivone Gebara, cuyo trabajo había «vinculado la teología de la liberación con las preocupaciones medioambientales» y que «defendía a las mujeres pobres que abortaban para no poner en peligro a los niños que ya tenían».  Al mismo tiempo, se acercó a organizaciones de derechas como el Opus Dei y puso a la Conferencia Episcopal Latinoamericana [CELAM] directamente bajo el control de Roma. Frente a la represión generalizada y a una purga exhaustiva dirigida por Ratzinger, a principios de la década de 1990 la teología de la liberación estaba en franca retirada.

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