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Las virtudes del civismo, las lecciones del cinismo

Edgardo Bermejo Mora

 

Las virtudes del civismo, las lecciones del cinismo

El México-Tenochtitlan, la nueva visión de los vencidos en 2021, es en una buena porción de la geografía de la capital un espacio saturado de antenas, tinacos, construcciones astrosas, puestos ambulantes, tiendas Elektra, centros comerciales y monumentos del pasado liberal y revolucionario que aguardan ateridos el momento de ser rebautizados o desalojados.

Hijo de dos profesores de primaria afiliados en automático al sindicato magisterial (el SNTE), durante muchos años viví en una unidad habitacional construida por el (pido perdón por la vastedad del acrónimo) Fondo Nacional para la Vivienda, del Instituto Nacional de Salud y Seguridad Social para los Trabajadores del Estado. El FOVISSSTE del ISSSTE. Cuántas eses para asegurar la sumisión institucionalizada.

Al sur de la ciudad de México, cerca de Villa Coapa, el nombre de aquella unidad no ocultaba, a la mitad de la década de los setenta, el tufo priista, corporativo, echeverrista y demagógico de su origen: Alianza Popular Revolucionaria (APR). Puedo ahora imaginar a mi madre, con los papeles en la mano que le otorgaban a la profesora Mora un departamento en la nueva unidad. Los obtuvo tras muchos años de intentos hasta el día que un contacto con el dirigente sindical de su zona le facilitó la asignación y el crédito, a cambio de una “propina”.

La puedo imaginar también obligada a asistir a la ceremonia inaugural en 1975. Debieron participar –en guayabera sexenal– el dirigente nacional y el local del SNTE, el director general del FOVISSSTE, el delegado de Coyoacán y muchos reporteros. Todos listos para cortar el lazo de este nuevo logro de la Revolución y sus instituciones.  Suenan las fanfarrias de la banda estudiantil de la Secundaria 101 y el Toque de Diana que, como nos recuerda Carlos Monsiváis en Días de Guardar: “con címbalos de júbilo (…) brota la diana, la versión mexicana de la rúbrica del Apocalipsis, cuando todos serán declarados inocentes. (…) Propósito de la Diana: amenizar la fiesta. Propósito de la fiesta: justificar la Diana. La Diana es la auto celebración instantánea de la diana”.

Dividida en tres secciones, a cada una de ellas algún arquitecto revolucionario, por órdenes “del secretario, del secretario general del Infierno” (Paz, dix.it.), les impuso la nomenclatura sectorial del PRI: Sector Obrero, Popular y Campesino. Yo vivía en el Sector Popular, y durante muchos años crecí con la sospecha de que mi familia pertenecía sin saberlo a una organización de colonos adscrita a la CNOP. Pensaba que un mal día nos obligarían a asistir a un mitin del partido tricolor, si queríamos que los elevadores del edificio de 18 pisos siguieran funcionando, o que pasara cada martes el camión de la basura.

Cerca de ahí, en este caso a cargo del INFONAVIT, se construyó la que hasta hoy se considera la unidad habitacional más grande y poblada del país. Su nombre venerable: La CTM, es decir, la Central Obrera Mexicana, conducida bajo la sabiduría ancestral y vitalicia de Fidel Velázquez. Esta unidad, gigantesca, pantagruélica, es la constatación arquitectónica del Estado de Bienestar mexicano que cabe en 80 metros cuadrados. Un engendro urbano, hijo pródigo del sindicalismo nacional, que se despliega en un vasto conglomerado de casas y edificios convertidos, con el paso de los años, en la versión  nacional y ampliada del Bronx. Sus vecinos lo saben y alteraron la sigla original por una advertencia temible: la Ce-Te-Eme es ahora la “se-teme”.

Si le debemos al genio de Mario Pani –inspirado en el funcionalismo de Le Corbusier– el esmerado diseño del Conjunto Urbano López Mateos de Tlatelolco (1957), y del Conjunto Miguel Alemán de la Colonia del Valle (1947), ambos símbolos arquitectónicos del sueño de una nueva clase media capitalina en los años del Milagro Mexicano, la Unidad CTM prescindió de arquitectos de renombre para hacinar a la clase trabajadora mexicana en terrenos ejidales expropiados en Culhuacán. Los aztecas tricolores del siglo XX le seguían imponiendo tributo a los culhuacanos sometidos por el gran Tlatoani tenochca.

Décadas después en la Unidad CTM reina la inseguridad, el vandalismo y el deterioro urbano. A un costado, en condiciones todavía más lamentables, un grupo de pepenadores fundó desde hace cuatro décadas una colonia miserable. Su nombre: José López Portillo, cruel paradoja entre el presidente dueño de la mansión plutocrática de la Colina del Perro, y las viviendas contrahechas de este íntimo rincón de nuestras miserias urbanas.

En la CTM, construida en la víspera del auge petrolero, en su diseño austero –con pisos de cemento e instalaciones de ínfima calidad que gozaron del privilegio constitucional de la asignación directa y el moche de los contratistas– podemos adivinar una suerte de precaución –“son épocas de austeridad”, se habrá dicho– frente al optimismo que se avecinaba por la “administración de la abundancia” en el sexenio de López Portillo.

Al menos se construyó en una zona urbana en expansión dentro de los límites razonables de la nueva geografía urbana de la capital. Tras el fin del sueño petrolero y las graves crisis económicas del primer lustro de los ochentas, El INFONAVIT y el FOVISSSTE mudaron sus desarrollos inmobiliarios para la clase media baja y los trabajadores asalariados a linderos insospechados más allá de la periferia urbana: redujeron de 80 a 60 metros cuadrados las dimensiones del espacio habitable para los herederos de la Revolución –“la familia pequeña vive mejor”–; y aumentaron de treinta minutos a dos horas el tiempo promedio de los nuevos colonos para llegar a sus centro de trabajo. Faltaba, por supuesto, la Línea 12.

Que una calle, una unidad habitacional, un estadio, un edificio, o un monumento, lleven el nombre de tal o cual personaje histórico, de tal o cual presidente magnánimo, en nada cambia el pasado y sus laberintos. Las lecciones de la historia, más allá del mármol y del bronce, nada tienen que ver con esta clase de minucias del civismo oficial. 

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