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Los retos del ecologismo político ante la triple crisis: ambiental, económica y social

Salvador Milà Solsona

En este momento histórico nadie puede negar la evidencia de que el mundo está afectado por una triple crisis global: ambiental, económica y social que se está extremando y que requiere de un abordaje político.

La primera de las crisis -la ambiental- es la más perceptible ya que engloba no solo la crisis energética y los efectos sobre el cambio climático sino también el agotamiento o debilitamiento de los recursos naturales de todo orden, hasta superar su capacidad de regeneración y recuperación con la pérdida alarmante de la biodiversidad, sino que también incluye la evidencia del alarmante agotamiento de los materiales no renovables -fósiles o minerales. Estos factores dejan de ser meramente especulativos o académicos desde el momento en que se perciben sus efectos a escala humana en los ámbitos de la seguridad alimentaria, la salud pública la generación de energía, o las cadenas de suministro y producción.

Esto nos lleva a los otros dos factores: la crisis económica y la social; es decir, la crisis del modelo social de producción de todo tipo de bienes y servicios, de su distribución, de su consumo y del tratamiento de los residuos y las emisiones que esta forma de producir y consumir generan, con especial relevancia en cuanto a los alimentos, a la energía y la movilidad.

Pero más allá de la constatación de los hechos, la política empieza cuando se trata de hacer el diagnóstico de estas crisis, analizar de forma realista y con la máxima objetividad las diversas causas que las provocan, y a partir de ahí definir e impulsar las medidas políticas de todo orden necesarias para corregir, o al menos mitigar sus efectos destructivos a corto, medio y largo plazo.

Decir que la emergencia climática y la degradación de los recursos naturales y de los ecosistemas, tienen un origen antrópico es una evidencia tan clara como insuficiente. Es obvio que la especie humana, en la medida en que ha crecido demográficamente y se ha desarrollado económica y culturalmente a lo largo de los milenios ha tenido incidencia creciente en su entorno natural, como un integrante más de los ecosistemas con los que interactúa y en especial a partir de la revolución industrial y científico-técnica.

Pero desde el ecologismo político hay que añadir que el carácter y la gravedad de estos impactos de la actividad humana en el presente periodo histórico, que arranca con la revolución industrial y científico-técnica hasta llegar a la actual situación de verdadera emergencia climática y de despilfarro de recursos y de superación de los límites ecosistémicos, está motivado por factores de diversa índole, pero todos ellos inter-relacionados:

Un modelo productivo basado en la sobre-explotación de los recursos naturales y de las materias primas, -renovables y no renovables-, a bajo coste y con pocos -o ninguno- controles efectivos, es decir sin tener en cuenta su escasez o singularidad, sin internalizar los costes sociales y ambientales de su obtención y sin prevenir los efectos de su agotamiento, insuficiencia o empobrecimiento, a medio y largo plazo.

Un modelo económico que tiende al acaparamiento y al control monopolista de la producción de estos recursos y de su gestión económica haciéndolos objeto de especulación comercial hasta convertirlos en meros activos financieros: mercados de futuros, acaparamiento, escasez provocada…

Unos modelos de consumo de bienes y servicios y de movilidad inmoderados e intensivos, especialmente en el uso de energía y generadores de graves impactos ambientales en los recursos hídricos, en la emisión de contaminantes y en la generación de residuos.

Estos modelos de consumo son engañosos en cuanto a su extensión, pues existe un gran desequilibrio entre colectivos sociales y territoriales, no solo en el acceso a los bienes materiales sino también en la alimentación, la vivienda o a los servicios básicos como la sanidad, la educación la cultura; discriminación en el acceso no solo entre colectivos sociales sino también entre territorios: desigualdades dentro de las ciudades y de los países, pero también entre regiones del mundo.

Es cierto que, hasta hoy, se ha avanzado mucho en la construcción de un aparente «amplio consenso internacional» sobre la necesidad y la concreción de medidas contundentes para corregir la contaminación ambiental, mitigar y atenuar los efectos del cambio climático, impulsar un nuevo modelo energético basado en las renovables, preservar la biodiversidad, impulsando la transición hacia un nuevo modelo de economía «verde», como lo ponen de manifiesto las diversas convenciones de las FGSMS, organismos y agencias internacionales especializados, o en fin las actuaciones de instituciones como la UE y otros organismos de integración económica o en los encuentros periódicos de líderes políticos a nivel mundial o regional.

Pero la fórmula para alcanzar estos objetivos de mejora ambiental, de transformación energética, de preservación de los recursos naturales y recuperación de los servicios ecosistémicos, se resume en el concepto mayoritariamente aceptado y políticamente correcto de «el desarrollo o -más explícitamente- el crecimiento sostenible» y que algunos sectores políticos y culturales con menos complejos equiparan a «crecimiento sostenido”. Este objetivo se quiere obtener por medio de tres instrumentos clave:

«la transición ordenada hacia la nueva economía verde y social» en el sentido de que los cambios sean progresivos y no traumáticos en el ámbito de la producción y consumo de bienes y de servicios, especialmente de la energía y la movilidad, evitando rupturas bruscas o disfunciones que puedan generar «alarma social» en las sociedades y países dichos «avanzados», como desabastecimientos o encarecimiento de bienes de consumo básicos, recortes en los suministros; paro, inflación, reducción de la movilidad,

«la mejora científico-técnica» o «mejores técnicas disponibles» para implementar una «economía circular» , en el sentido de que la investigación aplicada, la innovación, las mejoras técnicas y del diseño, la eficiencia, el reciclaje, etc. permitirán mantener e incluso incrementar los actuales niveles de bienestar, que significa básicamente de consumo, sin necesidad de la extracción de más materias primas y de energía fósil o -en todo caso-, disminuyendo mucho su demanda e incrementando su rendimiento y eficiencia.

Estos dos instrumentos se complementan con la invocación a la necesidad de un tercer instrumento, el de la «cooperación y ayuda a los países y sociedades en vías de desarrollo», que mayoritariamente están a bastante distancia de los mínimos estándares definidores del «estado del bienestar», complementado con la aplicación de los principios conceptos de «responsabilidades compartidas pero diferenciadas» y los «fondos de compensación», se han ido plasmando y concretando en las Convenciones de la FGSMva contra el cambio climático etc. No es difícil deducir que estos principios y los instrumentos de ellos derivados, tienen un componente «securitario» o preventivo de conflictos y crisis humanitarias que pueden traducirse fácilmente en disrupciones graves de los flujos de materias primas y de energía hacia los países desarrollados o intensificar los flujos migratorios.

Frente a estos planteamientos estratégicos, desde el ecologismo político hay que posicionarse sobre su viabilidad y equidad, a partir del conocimiento y el análisis combinado de los datos ambientales, materiales y energéticos disponibles con los datos sociales, económicos y políticos a nivel global pero también a niveles regionales o nacionales y hacerlo aplicando los mejores instrumentos que nos facilitan las ciencias de la naturaleza y las denominadas ciencias sociales.

Se plantean así una serie de cuestiones inquietantes:

-¿Es realmente factible un «desarrollo/crecimiento sostenible y sostenido en el tiempo? por más que se apliquen los mejores avances científicos y técnicos, en un planeta que constituye un «sistema cerrado» en cuanto no solo a los ecosistemas sino también en cuanto a los recursos renovables, no renovables energéticos o materiales.

-¿Es realmente posible y ecológicamente sostenible extender a nivel mundial el actual modelo de producción y consumo de los denominados «países desarrollados» y al mismo tiempo mantener su «crecimiento» económico y demográfico?

-¿Se tienen en cuenta las inevitables reducciones y empobrecimiento de las tierras, los bosques, la biodiversidad y de los servicios productivos de los ecosistemas para atender a la creciente demanda alimentaria a nivel mundial?

– ¿Es ambientalmente sostenible y existen los recursos materiales y energéticos necesarios para producir el enorme volumen de maquinarias e instalaciones para la generación y distribución de energía de origen renovable?, que permitan no solo mantener sino incrementar y hacer más accesibles -social y territorialmente- los consumos energéticos necesarios para los sistemas de producción agraria, manufacturera, de servicios y de movilidad de todo orden, a nivel planetario, por más mejoras que se introduzcan en la eficiencia y en el ahorro.

-¿La denominada «economía circular» puede serlo realmente? Es decir, ¿se ha tenido en cuenta el ciclo de vida de los materiales, las pérdidas y reducciones inevitables, y -sobre todo- las nuevas necesidades energéticas generadas para «rehacer», «reciclar» y «reaprovechar»?

-Por último, pero no menos importante, ¿es posible alcanzar los objetivos de «desarrollo o crecimiento sostenible» sin que se produzcan los necesarios cambios en los ámbitos social y político? ¿Sin que disminuya la desigualdad en el acceso a los bienes y servicios básicos? ¿Sin que se redistribuya mejor la riqueza generada? ¿Sin que se ponga freno a la acumulación monopolista de tierras cultivables y bosques con fines meramente financieros? ¿Sin que se obtengan más recursos públicos para sostener las inversiones necesarias y para acompañar los inevitables cambios en el mundo de la producción? ¿Sin que se controle el fraude fiscal y la fuga de capital?

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